No he visto las imágenes de Sanna Marin bailando y, según se dice, también bebiendo. Habría podido hacerlo, desde luego, como tanta gente. Pero no he querido. No acostumbro a meterme en la vida íntima ni en la casa de nadie. Y esas imágenes se tomaron en una fiesta privada en un domicilio también privado. No estando invitada, renuncio a ver lo que allí se disfrutó.
Por el contrario, he visto y disfrutado de vídeos de otras mujeres –muchas mujeres– bailando y bebiendo en solidaridad con Sanna Marin, haciendo frente juntas a las (injustas) críticas recibidas.
Que una primera ministra, en este caso la de Finlandia, beba y baile –o baile y beba-, no debiera ser objeto de comentario público alguno, salvo que ello tenga repercusión en su función. Pero, cuando se han difundido -¿ilícitamente?- esas imágenes de un tiempo de fiesta y disfrute en un entorno privado y sin trascendencia de ninguna clase en sí mismas, es natural que haya un debate público en torno a la cuestión. Y aquí sí quiero participar.
De entrada, sorprende sobremanera el enorme eco que este hecho ha tenido, comenzando por Finlandia y continuando por otros países. Sorprende –y me ofende– que se hayan lanzado contra Sanna Marin acusaciones de todo tipo e incluso sospechas sobre su falta de capacidad para seguir ejerciendo su cargo y para seguir representando dignamente a su país.
No me sorprende tanto, por otra parte, que la primera ministra se haya sometido “voluntariamente” a un test de drogas, tras haberlo exigido la oposición política finlandesa. Y ello porque, teniendo Finlandia una muy dura legislación al respecto, sería, en consecuencia, del todo inadecuado que una persona con una responsabilidad política de esta magnitud las hubiera consumido, mayormente por lo incoherente e hipócrita que resultaría respecto del cumplimiento de sus propias normas.
Pero la cuestión que se halla en la base de todo lo acontecido es la de determinar si una persona que ostenta una importante responsabilidad pública –política o, incluso, de otra naturaleza– tiene o no pleno derecho a la vida privada y a la diversión y al disfrute, o a la tristeza, cuando así se tercie, como cualquier otra. La lógica haría concluir que la respuesta fuera afirmativa e indubitada, pero hay más flecos que expresar.
No creo que la ciudadanía exija ni pretenda que quienes tienen tales relevantes cargos se aíslen y lleven una vida ajena al mundo. Es más, descubrir su “lado humano” contribuye a la cercanía, a la comprensión e, incluso, al cariño. ¿Cómo no enternecerse ante imágenes como las del entonces presidente Rajoy bailando a tope como cualquier otra persona en una fiesta? ¿Cómo no sentirse cerca de quien, con independencia de su cargo público, actúa como yo misma lo haría en un contexto similar?
Nada tiene ello que ver, desde luego, con las fiestas del primer ministro Boris Johnson en su residencia oficial durante los períodos de confinamiento en el Reino Unido en los años 2020 y 2021 en plena pandemia. Porque estas fiestas o reuniones eran, en sí mismas, ilegales, esto es, contrarias a las normas que regían en el país, que el Gobierno del propio Johnson había aprobado y que se imponían a toda la población. El primer ministro incumplió sus propias normas y esto le ha costado el cargo. Nada más coherente y más sano.
Pero ¿por qué hablamos de esto, si Sanna Marin no ha vulnerado ninguna norma y se ha limitado a disfrutar, con más o menos intensidad, de un tiempo libre en un espacio privado, con sus amistades, sin ninguna repercusión negativa objetiva conocida en su trabajo como primera ministra? ¿Por qué ha sido objeto de tan duras críticas, notablemente en su propio país?
No lo sé, la verdad. No conozco lo suficiente Finlandia ni su realidad política. Sé –o creo que sé-, en relación con lo que ahora me interesa, que es uno de los países mejor situados en el Índice de Desarrollo Humano y en el Informe Anual de la Felicidad de la ONU, uno de los menos corruptos del mundo según el Índice de Percepción de la Corrupción, con un muy alto nivel educativo y una relación complicada con el consumo de alcohol. Ah, claro, y que desde 2019 tiene un Gobierno muy femenino presidido por Sanna Marin, de 34 años, que es la cuarta primera ministra en la historia del país.
Y es justo en una sociedad con estas características en la que, sorprendentemente, se han producido los acontecimientos descritos. Mucho se ha dicho ya sobre las razones de esta situación: que es mujer, que es joven… Sin embargo, esas mismas razones no impidieron a Marin llegar a presidir el Gobierno, tras un buen resultado electoral. Como digo, no puedo explicarme lo ocurrido, salvo el ilimitado afán destructivo de la oposición política, de cualquier color, que se repite en casi cualquier país.
Quiero plantearme el tema prescindiendo de cualquier característica de la persona afectada, aunque partiendo de su relevancia y responsabilidad públicas. Y el tema es, no tanto si resulta compatible o no –que lo es, sin duda-, bailar, beber y divertirse –en una medida razonable– y tener una alta responsabilidad con la ciudadanía, sino si es admisible e, incluso, deseable.
La propia Marin, al responder a las críticas, tras defender su historial laboral y el correcto cumplimiento de su trabajo y su derecho a una vida privada, ha reivindicado también “el derecho a la alegría y a la vida”. Reivindicación a la que todas las personas debiéramos sumarnos para tener una existencia plena. Como debiéramos también reivindicar igualmente nuestro “derecho a la tristeza”, pues en muchos momentos es el sentimiento que nos invade ante circunstancias tremendas que nos rodean.
Pero no parece que la tristeza hubiera provocado la misma reacción política y ciudadana que la dicha y el disfrute de una primera ministra. Lo que no se entiende bien, porque yo prefiero que cualquier persona trabajadora, en cualquier trabajo, máxime si su actividad me afecta e incide en mi vida muy directamente, goce lo más que pueda y comparta mi naturaleza de persona sintiente y amante de la alegría.
Ya lo dijo Voltaire, en frase que se le atribuye –y si no lo dijo, no importa-: “Déjenos leer y déjenos bailar; estas dos diversiones nunca harán daño al mundo”. Y Nietzsche añadió que consideraba “perdidos los días en que no hemos bailado al menos una vez”.
Me sumo a ello, con Sanna Marin y tantas otras mujeres y hombres que bailan y beben, que cantan y lloran, con todo el derecho y también con todo el deber, el deber de intentar –solo intentarlo, que ya es mucho- ser felices, a ratitos, a pequeños sorbitos, y, sobre todo, ser simplemente humanas, para poder aportar a nuestro trabajo dedicación y sonrisas.
De modo que, mientras podamos, bailemos, tomemos nuestras cervecitas y vinitos o nuestros botellines de agua, y sintámonos una más en este complicado mundo. Y, cuando así corresponda, lloremos. No solo no hacemos daño, sino que hacemos un gran bien, comenzando por nosotras mismas.