No se habla de la peste en la mesa

3 de mayo de 2021 23:07 h

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Se ha escrito mucho sobre cómo La peste de Albert Camus es una metáfora del fascismo. En ella el escritor francés nos cuenta cómo el doctor Rieux ve una rata muerta en medio del rellano, comienza a recibir pacientes con mordeduras y descubre la existencia de más ratas. A pesar de que las evidencias son cada vez mayores, los negacionistas son numerosos: “No se habla de ratas en la mesa”, dice un hombre elegante en una cena. “Es impensable, todo el mundo sabe que [la peste] ha dejado de existir en Europa”, comenta otro.

Rieux se desespera con los líderes de la ciudad, que no están seguros de querer llamar epidemia a la plaga: “No me importa cómo lo llames, lo que digo es que no deberíamos actuar como si no hubiera posibilidad de que la mitad de la población pueda ser aniquilada, porque entonces lo será”, exclama. El narrador lamenta la necedad de negar la peste: “Nos decimos a nosotros mismos que la peste pasará, pero no siempre pasa. Son los hombres los que mueren, y los humanistas en primer lugar. Todo, por no haber tomado precauciones”.

Ramberdt, un periodista que está de visita en la ciudad, no percibe al principio la amenaza de la plaga para los demás, y menos aún para sí mismo. “Pero si yo no soy de aquí”, le dice al doctor Rieux. “Desafortunadamente, a partir de ahora lo serás, como todos”, contesta el médico. Algunos personajes organizan escuadrones de saneamiento. “Tendrías que ser un loco, un cobarde, o ciego como una piedra para ceder dócilmente a la plaga”, afirma Rieux. Frente a quienes le piden que se resigne, él contesta: “Hasta el día de mi muerte me negaré a amar un esquema en el que los niños son torturados”.

Camus escribió sobre nuestro propio pasado y advirtió de que hay épocas en las que toda indiferencia es criminal. Fueron numerosos los intelectuales, periodistas y dirigentes que despreciaron la amenaza del fascismo en Europa, que la minimizaron. “Nadie conoce a su dictador de antemano”, diría en 1935 la periodista estadounidense Dorothy Thompson, entonando así el mea culpa por haber infravalorado el impacto que podía alcanzar Hitler. Ella tenía más madera que otros, que nunca asumieron autocrítica alguna.

La Historia nos recuerda que el fascismo es aquella herramienta de la que se sirven las elites extractivas cuando ven peligrar la permanencia del statu quo, de sus privilegios. Es la baza guardada de la que a veces tienen que echar mano, a la desesperada, para lograr que todo siga igual, para que no haya cambios.

Tanto en España como en buena parte del mundo occidental el crecimiento de la desigualdad, el estallido de la burbuja especulativa y los movimientos sociales y políticos surgidos para frenar el desprecio a los intereses de la mayoría social han provocado una reacción. En Estados Unidos surgió Trump, en Brasil, Bolsonaro, en numerosos países las fuerzas de la ultraderecha han crecido de forma notable. No lo han hecho por méritos propios, sino con la inestimable ayuda de algunos aparatos del Estado y de medios de comunicación interesados en frenar a las fuerzas políticas y sociales que señalan injusticias y defienden derechos humanos para todos.

En Estados Unidos nada de lo ocurrido se puede entender sin la cadena de televisión Fox, entre otros. En España nada se puede entender tampoco sin el papel de varios medios de comunicación y sin formatos audiovisuales que han premiado el colmillo afilado, la malicia, las dobleces, el artificio. La maldad está normalizada y sobrevalorada en determinados circuitos. La defensa de la solidaridad, despreciada. Esos medios llevan años trabajando obsesivamente en un objetivo: desprestigiar y aplastar a quienes cuestionan el control monolítico del Estado, a quienes defienden los derechos sociales, a los que critican el bipartidismo porque éste ha servido para perpetuar una misma política económica.

España lleva años viviendo un periodo convulso porque ese poder que no quiere cambios se retuerce y revuelve, haciendo uso de nuevas armas, del todo vale, despreciando la democracia. Tiene la determinación de no perder capacidad de control, y para ello está dispuesto a suavizar la gravedad de la ultraderecha, porque la necesita. Por eso insiste en que no se debe llamar fascismo al fascismo. Por eso minimiza su peligro y normaliza –con ayuda de periodistas afines– que Ayuso contemple integrar a Vox en su Gobierno. No considera preocupante la normalización de los discursos de odio, ni el cuestionamiento de los derechos humanos.

A menudo ocurre, en las relaciones humanas, que cuando la víctima denuncia haber sido agredida, las miradas se giran hacia ella con reproche. Vienen a decir algo así: “Con la gran armonía que teníamos, vienes tú a mancharla, ay, cuánto conflicto creas”. Eres precario, cállate, no te quejes, no afees nuestra armonía. No te pagan las horas extras, cómo te pones, no es para tanto. No tienes estabilidad económica ni visos de tenerla porque eres joven, no protestes. No puedes acceder a un alquiler porque se han triplicado en Madrid: sobras, no eres lo suficientemente hábil. La meritocracia invita a despreciar. Y si entran en escena mensajes de ultraderecha, del desprecio al odio hay solo un paso.

Eso ha pasado en los últimos años con aquellos movimientos políticos y sociales que han logrado poner encima de la mesa temas tabú, cuestionar lo establecido, denunciar lo indecente. “Hay que ver, con la armonía que teníamos y venís vosotros a hablarnos de desigualdad, de injusticia social, de que si hay desposeídos y privilegiados, de los peligros del fascismo”, dicen los que originan desigualdad, injusticia social, los que legitiman la desposesión y miran con agrado a la ultraderecha si sirve para impedir un cambio. Los defensores de la Gran Armonía.

Qué pesado el que sangra por la nariz cuando le dan un puñetazo, ahí está venga a sangrar, sin esconderse, qué violento. El sufrimiento es visible y les molesta, porque es la constatación de que algo no funciona como debería. No hay víctimas por ciencia infusa, sino porque alguien las daña. Pero los golpes se dan entre bambalinas, se silencian, se ocultan, se blanquean. De esto va lo que ha pasado en nuestro país en el último lustro.

Al final de la novela de Camus, cuando la plaga es vencida, el doctor Rieux afirma que la peste muestra que “hay más cosas para admirar en los hombres que para despreciar”, pero advierte que “el bacilo de la peste nunca muere ni desaparece para siempre; puede permanecer dormido durante años y años... Y tal vez llegará el día en que despertará de nuevo…”.

Es posible quedarse del ser humano con todo aquello que merece admiración y no desprecio. Es preciso quedarse con la solidaridad, con el respeto, con la empatía, con el civismo, con los buenos pensamientos frente a aquellos que nos invitan a desdeñar, a menospreciar, a estigmatizar. El odio a las personas pobres, a los migrantes, a las feministas, a integrantes del colectivo LGTBI y también a la gente que tiene una ideología de izquierdas ya está aquí, asentado, legitimado y aceptado por un sector del poder, que lo abraza para perdurar.

De todo ello van estas elecciones en Madrid, y sobre esto se vota este martes 4 de mayo de 2021. Sobre si permitimos o no la entrada de la peste.