El resultado de la primera vuelta electoral en Francia, con Macron y Le Pen como finalistas, obliga a reflexionar de nuevo sobre el crecimiento de la extrema derecha en Europa y cómo sus postulados han sido en parte normalizados en diferentes espacios públicos. También el doble rasero hacia las personas refugiadas en función de su procedencia invita a preguntarse si los principios basados en la defensa de la democracia y la solidaridad son verdaderamente los únicos que operan en Europa.
El aumento de los apoyos electorales a la extrema derecha en Europa obedece a múltiples factores. Determinados medios de comunicación que dan cabida diaria en prime time a discursos racistas, de odio o deshumanizadores han contribuido a este escenario. Pero sería hipócrita ignorar el efecto de las políticas institucionales europeas que desde hace tiempo estigmatizan a las personas migrantes, encarcelándolas por el simple hecho de ser extranjeras, maltratándolas, deportándolas, negándoles derechos y tratándolas como un peligro.
Son prácticas racistas tan cotidianas que están ya normalizadas: redadas discriminatorias, arrestos arbitrarios, expulsiones, explotación, abusos laborales, persecución y señalamiento. Las políticas oficiales de los gobiernos europeos contribuyen a reforzar los discursos de la extrema derecha desde el momento en el que aceptan la elevación de los muros y la persecución para negar derechos humanos a los otros, o conceptos como guerra híbrida para referirse a la llegada a Polonia de personas procedentes de Afganistán, Siria o Irak, a quienes el Gobierno de Varsovia estigmatiza acusándolos de practicar zoofilia, de ser pedófilos y terroristas. Este tipo de marco normaliza un discurso que deshumaniza a las personas migrantes y que las concibe solo como armas arrojadizas.
El mensaje oficial aceptado por la Unión Europea a través de sus políticas migratorias es que la población extranjera –y sobre todo la negra, árabe o musulmana– es una potencial amenaza. En la diferencia de trato entre ucranianos y gente que huye de otras guerras hay un espaldarazo a la máxima racista de Vox o de Le Pen: unos son buenos, otros suponen un riesgo ante el cual hay que levantar muros y vallas de concertinas. Si la oficialidad europea lleva años admitiendo en sus prácticas parte de lo que la extrema derecha afirma –que los migrantes son un peligro–, ¿cómo no van a asumir ese racismo las sociedades?
Una de las causas del crecimiento electoral de la extrema derecha en Francia está relacionada con una asunción del vocabulario y de ciertas posiciones de la extrema derecha por sectores no pertenecientes a ella. Hace ya algunos años Macron declaró lo que llamó una guerra contra el separatismo islámico. Aquella declaración no vino acompañada de pedagogía antirracista, contribuyó a estigmatizar a una parte de la sociedad francesa –la musulmana– y a legitimar el desprecio hacia ella. Una vez normalizado un discurso que señalaba a los musulmanes como terroristas potenciales, ¿por qué iba a provocar indignación la islamofobia de Le Pen? Como recordaba una periodista francesa el pasado viernes en Hora 25, cuando los talibanes tomaron Kabul el pasado mes de agosto, las primera palabras de Macron “no fueron para los pobres afganos, sino para advertir sobre los peligros de la inmigración irregular, que es lo que un político de extrema derecha diría”.
El ministro del Interior de Macron, Gérald Darmanin, ha hecho de ello parte de su estrategia, posiblemente con la voluntad de robar electorado a Le Pen, sin importarle el riesgo que ello implica. Darmanin habla de la existencia de salvajismo en la sociedad de Francia –una terminología que emplea la extrema derecha–, ha cerrado decenas de mezquitas y señala la existencia de un “enemigo interior”, en referencia al islamismo. Hace año y medio accedió a protagonizar un debate televisivo con Marine Le Pen, en el que la acusó de ser demasiado blanda por haber dicho que no consideraba que el Islam en sí fuera un problema.
Miles de personas que huyen de guerras y de la pobreza son condenadas por Europa a recorrer rutas cada vez más peligrosas, diseñadas como tétricas yincanas que impiden trayectos seguros, externalizando fronteras para que mueran lejos de nuestros países y de nuestra conciencia. El camino a la justificación del crimen contra las personas migrantes está allanado. El racismo y el desprecio hacia ellas se consolida con las políticas institucionalizadas que las estigmatiza y discrimina. Ese es el mensaje claro y contundente que se está enviando a nuestra sociedades desde hace años y que requiere de un enorme despliegue de pedagogía y antirracismo para hacerle frente.
Combatir a la extrema derecha exige demostrar que sus postulados son dañinos, no asumirlos. Para evitar que la extrema derecha penetre en nuestras sociedades es imprescindible no parecerse a ella en ninguno de sus aspectos. Ese es uno de los mayores retos de este tiempo: conseguir que las instituciones no contribuyan a la banalidad del mal.