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¿Somos lo que nombramos? ¿O nombramos lo que somos?

Pavo de Acción de Gracias.

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Basta cambiar dos palabras de nada para cambiar un significado entero. Pim, pam, esto por aquí, esto por allá, y eso que decía antes, ya no se parece en na.  

Leía la prensa a to trapo, como mandan los tiempos y horarios, y vi que J.M. Mulet había publicado un libro. ¡Screech! Pegué un frenazo en seco para ver de qué iba la obra, reanudé la lectura y al llegar al título di un traspié. ¡Potopof! 

Decía algo de comer y algo de ser, pero ¡coño, que me mato!, casi me caigo de cabeza dentro de la frase. 

Leemos deprisa, intentando agrupar palabras, frases, párrafos, para entender su significado de una zancada. En estos saltos, a veces leemos mal y ni nos damos cuenta, y otras veces leemos mal y reculamos porque, um, parece que eso que acabo de leer no es lo que daba por sobreentendido.

Recuperé el equilibrio lector, volví a la frase del título y, efectivamente, no era la que me sabía por inercia. Mulet había hackeado el archirrepetido Somos lo que comemos y había construido una teoría radicalmente distinta cambiando dos palabras: Comemos lo que somos.

Ese título me llevó a leer el libro de inmediato. Más bien, a devorarlo. ¡Ñam! Y ya en las primeras páginas vi que si cambiaba algunos términos por la voz palabra, las frases funcionaban igual de bien. La teoría que explica Mulet podría servir igual para un tomate que para un neologismo. 

Era una teoría con la identidad cuántica de una cebolla: podías ver una capa de significado de lo que argüía sobre la comida, otra capa de significado que valía igual para el léxico y así con muchas otras disciplinas. 

Por ejemplo, Mulet explicaba que un alimento nuevo es escaso y resulta exótico. Pero en cuanto se distribuye, se hace popular porque la mayoría de las personas lo asocian con la gente rica. En el caso de las palabras ocurre exactamente lo mismo, aunque la aspiración no suele ser la riqueza, sino estar in o lo más actualizado posible. 

“Utilizar ese alimento es como llevarse a la mesa algo del estilo de vida al que aspiran”. Esa observación en los alimentos funciona igual con los vocablos. Las personas nos vestimos con las palabras que queremos que nos den identidad. Nuestra forma de hablar es aspiracional. Nuestras voces son nuestro atuendo, nuestros tatuajes, nuestra declaración de identidad.

Otra frase interesante para pegarle el cambiazo y plantar palabras donde dice comida es esta: “La comida refleja nuestra cultura y nuestra sociedad, y está sujeta a los avatares de la historia”. Es justo lo que ocurre con las voces que utiliza una comunidad de personas. Las palabras son el selfi de una sociedad y de una época. Analizando las voces, descubres la moral, la forma de pensar, la tecnología que usan en cada momento histórico. 

Mulet dice también algo muy interesante sobre un término en concreto: receta. “La palabra para la receta de cocina es la misma que para la receta que nos da el médico, y no es casualidad, puesto que esto sucede en idiomas tan dispares como el castellano, el inglés (recipe) o el chino (chufang)”. Y eso ocurre porque la comida es imprescindible para vivir y para la salud.

Es apasionante cuando Mulet describe el momento en que unas personas llegan a un sitio, ven muchas cosas nuevas y no saben cómo llamarlas. Lo que les ocurrió a los europeos cuando llegaron a América es que no encontraron el clavo, la pimienta y la nuez moscada que buscaban. En su lugar, hallaron muchas plantas y animales que se podían comer pero no podían nombrar.

¿Y entonces qué hicieron? Lo más común era equipararlo con algo conocido “y, al final, lo que empezaba siendo una comparación pasaba a metáfora, para luego acabar robando ese nombre”. Así muchos alimentos procedentes de América acabaron llamándose como alimentos europeos a los que se parecían, pero con una coletilla para distinguir el americano del europeo. 

Por ejemplo, piña. A la fruta grande por dentro amarilla y por fuera escamada le dieron ese nombre porque les recordaba a la forma de las piñas pequeñitas de los pinos europeos. Otro ejemplo, pavo. Había un animal que los aztecas llamaban guajalote. A los españoles les recordaba al pavo y le pusieron ese nombre. Después, para distinguirlo del animal europeo, dejaron al guajalote de allí con la palabra pavo y al de aquí le pusieron pavo real. Y es una pena que otros nombres que surgieron entonces para el animalito se quedaran por el camino, porque eran bien bonitos: gallipavo y pavo con papada

Después del derrape, ¡y el descalabro inicial!, la lectura se hizo fluida como empapada en aceite. Y al terminar el libro, me quedé con este sabor de boca: ¿Somos lo que nombramos? ¿O nombramos lo que somos?

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