José Antonio Millán: “La escritura ha sido siempre un tema político”
Takatakakatak… ¡Clic!… Tikitikitiki… Clac, clac, clac… ¡Piuh!
El golpeteo seco de las teclas de los ordenadores, de los móviles, de las tabletas y de todos los dispositivos digitales estaban reemplazando el sonido rasgado de los lápices y los bolígrafos sobre el papel.
Apenas se oía ya el trazo de la escritura a mano y esa sensación de continuo, ese txachacatxacachá que solo se detenía cuando de pronto, ¡poc!, aparecía el punto de una i o un punto final. Ese sonido fluido, ligado, engarzado, era cada vez más extraño. Lo estaba acallando el aporreamiento de teclas aisladas, ¡clac!, ¡clac!, ¡clac!, sin más ligazón que ir una detrás de otra, sin agarrarse entre ellas, como siempre lo hacían la ele y la e de las lentejas de la lista de la compra.
¿Nos dirigíamos hacia un mundo sin escritura a mano? Y entonces, en ese caso, ¿podría ocurrir que quien no tuviera un teclado no podría comunicarse con nadie? ¿Qué sería del que no tuviera un dispositivo de transcripción de voz a texto? ¿Habría que inventar un nuevo concepto de “mudo digital”? ¿Tal vez “marginado del teclado”?
La inquietud hizo que llamaran a uno de los mayores expertos en escritura a mano. Fueron a buscar al lingüista y doctor en Literatura Comparada José Antonio Millán, porque, además, acababa de publicar un libro titulado Los trazos que hablan, de la editorial Ariel. Apenas le dieron tiempo a sentarse cuando le arrojaron la primera pregunta a bocajarro.
—¡Por favor, díganos sin dilación! ¿Cree que la humanidad necesita la escritura a mano?
—Sí, es una cuestión clave. La escritura a mano nos da autonomía. Es una comunicación hacia el futuro o hacia la distancia. Tú puedes escribir una notita y que llegue a otra persona en otro momento y en otro lugar. Y la diferencia con la escritura digital es que no depende de la energía, ni de las minas de coltán, ni de que no se produzca una tormenta solar y todo internet se vaya al garete. Por eso vale la pena preservarla. Nosotros, en general, estamos muy satisfechos con nuestro desarrollo tecnológico, pero constantemente nos llegan avisos de que nuestra situación actual podría cambiar por cualquier motivo.
Y no hacía falta que se produjera un gran apagón. Ni un FOOM (Fast Onset of Overwhelming Mastery, un tipo de apocalipsis muy de moda que alude al momento en que la Inteligencia Artificial toma el control del mundo de forma violenta, y que, por cierto, el propio acrónimo ya lo representa visualmente de forma escandalosa). Millán mencionó una tragedia actual para mostrar que hay muchas situaciones en las que internet y los datos y los enchufes no sirven para mucho: “Hoy día, en el corazón de Gaza, los que sepan escribir mejor tienen algo ganado, ¿no?”.
Pero no había que irse a los momentos críticos para apreciar el valor de la escritura a mano.
Escribir no es algo que le venga de serie al homo sapiens. Es, en palabras de Millán, un gran “logro intelectual”. Porque hablar sí es “una capacidad natural en el ser humano” y llevamos haciéndolo unos 100.000 años. Escribir, en cambio, es un invento, es una tecnología, y apenas llevamos unos 5.000 años trazando signos y letras. Y eso no supone mucho tiempo en la historia de la humanidad, aunque sí lo suficiente para reconocer su importancia en la educación de los niños.
—Enseñar a leer y escribir a mano favorece un desarrollo infantil superior al que tendrían los niños si solo les enseñamos a pulsar letras. Es tal el abismo que hay entre estirar el dedo para pulsar la b y saber cómo trazarla, cómo ligarla a otra letra, cómo dibujarla a un tamaño u otro… La finura en el manejo de la mano para escribir se convierte en finura para manipular muchas otras cosas. La escritura manuscrita favorece el desarrollo motriz y el desarrollo neurológico de los niños.
Este asunto nos llevó a recordar una noticia que saltó a la prensa en 2014 con estos titulares: “Finlandia, el país modelo en la educación mundial, acaba con la escritura a mano”, “En Finlandia los niños no aprenderán a escribir, sino a teclear”... Aquella información produjo primero un shock y después un gran debate. ¿El futuro de la escritura estaba en las letras de las máquinas?
Pero al cabo de un tiempo, la Embajada de Finlandia en Madrid lanzó un comunicado con un titular que ponía las cosas en su sitio: “En Finlandia sí se enseña a escribir a mano”. Lo que ocurrió es que cambiaron el plan de estudios para que ya no fuera obligatorio aprender a escribir en dos tipos de letra: la cursiva (letras ligadas a otras letras) y la letra de imprenta (cada letra independiente de las demás). A los niños les enseñarían un único tipo de letra a mano: la de imprenta, y además les enseñarían mecanografía para escribir mejor en el ordenador. Pero, por supuesto, seguirían aprendiendo a escribir con un lápiz porque lo consideraban fundamental para el desarrollo de las habilidades motrices finas, la memoria y el aprendizaje en general.
—¿Qué pasó para que todos los medios españoles anunciaran a bombo y platillo que en Finlandia dejarían de enseñar a escribir a mano? —le preguntaron a Millán—.
—Quizá fue una mala interpretación de la noticia del cambio de planes educativos. Quizá había también un cierto tecnooptimismo. Lo que se planteó en Finlandia y también en Estados Unidos era, básicamente, sustituir la letra ligada cursiva por una letra de palo más de imprenta por un motivo que no es ninguna bobada. Las letras que ven los niños a su alrededor (en los libros, en las pantallas, en los rótulos de las tiendas…), por lo general, son letras de palo, no son letras ligadas. ¿Vale la pena enseñar una cosa que los niños van a pensar que es una marcianada porque solo la ven en clase? Bueno… hay quien ha decidido que es mejor enseñar solo la letra que más se usa y otros que mantienen la enseñanza de los dos tipos de caligrafía.
La geopolítica del tipo de letra
La recomendación del lingüista José Antonio Millán había sido muy clara. Tenían que intentar mantener la enseñanza de la letra a mano a toda costa. En los tiempos de ChatGPT, en la era en que los humanos ya ni siquiera necesitarían teclear tanto porque se iban a relacionar con sus dispositivos mediante la voz, era imprescindible mantener la habilidad de trazar letras, palabras, frases, flechas, subrayados y hasta los viejísimos emoticonos.
Pero quedaba un asunto más que este doctor en Literatura Comparada, experto en ritmo y puntuación, debía aclarar. En su libro Los trazos que hablan, había relatado la historia desde un punto de vista muy inusual. Había hablado de los procesos de invasión, dominación e independencia desde un lugar sin pistolas ni calabozos. Millán explicaba la geopolítica desde el tipo de letra que se enseñaba en los colegios.
—La escritura ha sido siempre un tema político. La escritura era patrimonio de ciertas castas (sacerdotales o burocráticas) que tenían un poder y un dominio que los demás no tenían. Esta especie de milagro que es escribir ha ido pasando de unos pueblos a otros. “Fíjate en los trazos y las rayitas que hacen estos comerciantes fenicios. ¡Buah! Los vamos a copiar”. La escritura ha saltado de los fenicios a los griegos, de los griegos a los etruscos, de los etruscos a los romanos… y como eran saltos entre personas que usaban lenguas distintas, tenían que hacer adaptaciones. ¿Y quiénes hacían esta labor? Pues un grupito de sabios, por llamarlos así, y ellos eran los que decidían cómo había que escribir.
Millán se detuvo un segundo y, en un énfasis, introdujo la pregunta que todos esperaban que respondiera:
—¿Y dónde está el aspecto político? Alguien tenía que llegar (el Gobierno de la ciudad Estado en Grecia, por ejemplo) y decir: “De los muchos alfabetos que la gente se ha inventado aquí, vamos a usar solo este”. Y eso era un decreto. Y a lo mejor a eso seguían obras de teatro que enseñaban a la gente a escribir. Esto es claramente político. Lo hacían los emperadores romanos, los reyes de otros lugares…
Pero es que, además, lo más curioso es que, según Millán, en la forma de inclinar las letras o hacerlas más redonditas o estirar el palo de la b más hacia aquí o más hacia allá también hay política.
—La propia forma de la letra manuscrita se ha ido convirtiendo en una seña de identidad. Hacia el siglo XVII, los franceses, los ingleses y los españoles hacían los manuscritos de forma diferente. Cada uno evolucionaba a su modo y ya en el siglo XVIII, en España, había una forma de escritura que es la propiamente española. Era la letra bastarda. ¿Y qué decían los calígrafos españoles? Que era la mejor, la más clara, la más bonita, la que la lengua española merecía. Es decir, que había un tema de nacionalismo de la letra.
Y eso era muy frecuente en todo el mundo. Cada nación volcaba sus sentimientos nacionalistas en su forma de escribir.
—La identidad de la letra se convierte en un rasgo de orgullo y en un rasgo político. Y a esto se une el tema de la ortografía. Eso ocurrió en la América de habla española cuando empezaron a querer separarse de la metrópoli.
Millán tenía la habilidad de leer y explicar la historia desde los trazos de las letras y, en su libro, contaba que en la época en la que surgieron los procesos de independencia en la América española, una de las formas de sublevación fue la escritura. Muchas colonias adoptaron la letra inglesa para mostrar que rompían con España. Y después, los países con mayor relación comercial con Inglaterra (Chile, Argentina y Uruguay) llevaron a los colegios la letra inglesa.
—Hay muy pocos hechos sociales que no se conviertan en políticos. Y desde luego, la letra manuscrita no es uno de ellos.
La política y los nacionalismos no se quedaban en los trazos de la escritura a mano. Las fuentes tipográficas usadas en los móviles y los ordenadores también rezumaban geopolítica y relaciones de dominio y dependencia. Pero de lo que se trataba ahora era de preservar la letra manuscrita, esa letra que se estaba escurriendo de las manos, que se estaba borrando de las comunicaciones, que llegaba incluso a provocar dolor en los dedos por la falta de costumbre. ¿Dónde? ¿Quién? ¿Cómo…? ¿Había algún lugar donde la letra manuscrita siguiera imperando? ¿Había algún refugio donde la escritura a mano estuviera a salvo?
—Sí, la cárcel. Por la sencilla razón de que a los presos no les dan muchas facilidades, ¿no? En el pasado hay ejemplos de prisioneros que hacían tinta con el hollín de las velas y aprovechaban las peladuras de fruta para escribir. ¡Cualquier cosa que se te ocurra para enviar un mensaje al exterior! Hay un caso excepcional de unos presos antifranquistas que, en los años 40, escribían un periódico llamado Mundo Obrero y conseguían que circulara de mano en mano entre la población reclusa. Era un periódico en el que todo estaba hecho a mano. Incluso hoy en día hay muchas cárceles donde no dejan usar ordenadores. Por eso siguen siendo un buen refugio para la letra manuscrita.
Pero ese no podía ser el porvenir de la letra escrita. El futuro no podía confinar los manuscritos ni dejarlos para lugares aislados. Su sitio tenía que seguir siendo los colegios. Más aún en la era de ChatGPT. Porque esta aplicación de inteligencia artificial había aprendido a redactar, a resumir, a crear argumentos como un humano. Pero tenía una limitación… Jamás podría escribir con el pulso y el pálpito de la mano de una persona; con su unicidad y su individualidad. La inteligencia artificial nunca podría robar a las letras manuscritas ese empuje de vida y esa respiración que hay detrás de cada curva de una a dibujada con las manos.
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