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¿La nueva normalidad constitucional?

Llevamos muchos años sin Gobierno. Con Consejo de Ministros, pero sin Gobierno. Según mis cálculos, casi cuatro años en España y alrededor de siete en Catalunya. Un cierto desgobierno se ha convertido en la nueva normalidad constitucional. Las investiduras de Mariano Rajoy y de Pedro Sánchez en España y las de Carles Puigdemont y Quim Torra en Catalunya son una buena prueba de ello, por no decir nada de la incapacidad de los parlamentos español y catalán de aprobar leyes o presupuestos.

La repetición de elecciones como consecuencia de que el Congreso de los Diputados no es capaz de aprobar la investidura de un presidente del Gobierno no se ha producido en ninguna otra democracia europea después de la Segunda Guerra Mundial, es decir, desde que se puede considerar que la democracia parlamentaria se estabiliza en la parte occidental del continente europeo. España ha sido el primer país en que ha ocurrido. Parece que no ha sido suficiente y que nos encaminamos a repetir la experiencia.

Si nos atenemos a nuestra propia experiencia reciente, nada indica que con la repetición de las elecciones se vaya a poder resolver el problema que está en el origen de la misma. Ni las elecciones de julio de 2016, tras las de diciembre de 2015, en España, ni las elecciones de 2012, 2015 y 2017 en Catalunya han permitido que los Gobiernos constituidos a trancas y barrancas pudieran ejercer la “dirección política”, que es la primera de las tareas que todo Gobierno tiene siempre constitucionalmente encomendada (art. 97 CE). Y eso que todas se celebraron en un sistema político menos deteriorado que aquél en que ahora mismo nos encontramos.

Lo que acabo de hacer no es una valoración, sino una descripción de lo que ha estado ocurriendo en España y en Catalunya en los últimos años.

Con la moción de censura primero, que levantó el férreo cordón sanitario sobre el nacionalismo catalán, sin el cual no hubiera sido posible salir del círculo vicioso en que nos había encerrado un Gobierno corrompido hasta la médula, y con el resultado después de las elecciones del 28A se ha presentado la oportunidad de recuperar lo que debe ser la normalidad en una democracia parlamentaria: un Congreso de los Diputados que invista a un presidente de Gobierno, que disponga de mayoría parlamentaria para poner en práctica un programa de dirección política del país, con la aprobación correspondiente de las leyes y presupuestos necesarios para la ejecución de dicho programa.

Por primera vez desde 2015 se puede formar un Gobierno que no descanse en la abstención, sino en el voto mayoritario del Congreso, aunque no fuera por mayoría absoluta. Teníamos la oportunidad de que el Parlamento volviera a hacer lo que los Parlamentos deben hacer: aprobar leyes, aprobar presupuestos y controlar la acción del Gobierno, que son las tres tareas que la Constitución expresamente le atribuye (art. 66.2 CE)

Parecería que esta debería haber sido y continuar siendo la tarea más urgente para todos los partidos que podían constituir esa mayoría parlamentaria de gobierno y, en particular, para el partido al que pertenecía el único candidato con posibilidad de ser presidente del Gobierno. Es inexplicable que no haya sido así.

Y lo que es inexplicable, no se puede explicar. Los responsables de que no se haya constituido hasta ahora la mayoría parlamentaria para la formación de Gobierno no dejan de hablar, pero nada de lo que dicen tiene el más mínimo sentido. Sentido desde la perspectiva de acreditar una voluntad de formar Gobierno. Y cada día que pasa, menos. El desprecio a la opinión pública, no puede ser mayor. Los resultados de todas las encuestas lo certifican. Los ciudadanos muy mayoritariamente quieren que haya Gobierno y que se forme con base en la mayoría parlamentaria que existe como posibilidad en el Congreso de los Diputados con su composición actual.

El sistema representativo no puede ser una farsa carente de credibilidad para los ciudadanos. No se puede salvo en momentos muy excepcionales, como el golpe de Estado del 23F o los atentados de Atocha del 11M, tener una fe ciega en el funcionamiento del sistema democrático. Pero un mínimo de credibilidad sí resulta imprescindible para que un sistema político no se deslice por la pendiente que conduce a su disolución. La Primera Restauración perdió ese mínimo de credibilidad y acabó como acabó. ¿Avanzamos en la misma dirección?