La semana pasada escribí aquí sobre El Objetivo: mujeres. A raíz de una reflexión que hice sobre el discurso de Mónica Oltra acerca de las nuevas masculinidades (fue en concreto esta: “Apelar a una nueva masculinidad es en sí machista”), algunos hombres me pidieron que desarrollara mi opinión sobre el tema, así que aquí va.
Antes de nada, tenemos que saber de qué hablamos cuando hablamos de masculinidad, y para eso hay que buscar una definición satisfactoria de qué es el género. Porque la verdad es que, a pesar de ser el concepto central del feminismo, no todas las corrientes feministas trabajan el género bajo el mismo prisma. Yo, como feminista radical, lo entiendo de la siguiente forma:
El género es a la vez tanto la jerarquía social que coloca a las mujeres subordinadas a los hombres como el sistema que se encarga de mantener intacta esa jerarquía, mediante el uso de violencia y la imposición de diferentes valores y comportamientos a cada uno de los géneros.
Los valores y comportamientos que se imponen a las mujeres van todos en la misma línea: sumisión, pasividad, fragilidad, dependencia, responsabilidad de los cuidados... Por su parte, a los hombres se les refuerza la agresividad, el liderazgo, la intrepidez, el uso de la fuerza, la dominación. Y nada de esto se sugiere, sino que se exige, se impone, castigándose sin miramientos a quienes osen desviarse del camino marcado. En el caso de los hombres, siendo ridiculizados con palabras como “maricón” y “nenaza” a modo de insulto, y en el de las mujeres, como “marimachos” y “bolleras” (y aquí nosotras, como siempre, volvemos a no tener forma de ganar: rebelarnos frente a los roles impuestos lo pagamos socialmente, pero no rebelarnos nos supone vivir sometidas toda la vida).
Son estos comportamientos que se refuerzan y se exigen lo que llamamos masculinidad y feminidad, y a primera vista puede parecer evidente que hace falta que cambien y que hay que encontrar una nueva forma de ser hombres y de ser mujeres.
Sin embargo, no podemos olvidar la definición de género que nos ha traído a este punto: la masculinidad y la feminidad son las herramientas que se utilizan para mantener la jerarquía social que es el género. La “nueva” masculinidad sólo puede ser tal en contraposición a una feminidad; para que unos valores conformen una masculinidad han de ser exclusivos de hombres. A día de hoy no consideramos montar en bici parte de la masculinidad ni de la feminidad, porque es (uno de los poquísimos) comportamientos que no consideramos propios de hombres o de mujeres. Por otra parte, sí consideramos maquillarse como algo femenino o ser musculoso como algo masculino: es la exclusividad de los comportamientos la que determina si algo es masculino, femenino o neutro.
Parece obvio que mantener unos comportamientos diferenciados entre hombres y mujeres no puede ser beneficioso para nosotras. No queremos cajones nuevos –que nos diferencian y alejan– en los que encajar: queremos romper esa diferencia. Sí, los hombres no deben ser agresivos, ni violentos, deben aprender a preocuparse por los demás, hacer su parte en las tareas de cuidados... pero no como parte de la idea de que así se es “un hombre de verdad”, sino por decencia humana básica. No como rasgo masculino, sino como rasgo humano.
Tal vez cuando entendamos que ser un hombre (hablando del aspecto sociológico, aquí Reilly-Cooper se explaya mucho más y mejor) no es algo deseable ni digno de ser preservado, empezaremos a avanzar en la dirección correcta.