El mismo día declarado en lucha contra la violencia machista, en el que se conoce el notable aumento de víctimas de agresiones sexuales y se difunden las graves secuelas que deja en las supervivientes, los jueces de lo Penal de Madrid votan a favor de seguir aplicando la norma más favorable a los delincuentes sexuales y desechar las disposiciones transitorias del Código Penal en la Ley del “solo sí es sí”. El hedor a lawfare, a guerra política sucia contra el Gobierno, se expande cada día más. Y la especie de fatwa decretada contra la ministra Irene Montero como eje intenta reavivar focos a la menor oportunidad. Medio millar de causas sin revisar con ese criterio de barra libre para todos son una bomba de racimo.
Hay intereses y hay odio profundo, que es lo que queda como lacra tras la contienda. España se ha convertido en un campo de fumarolas de odio que emiten sin cesar gases tóxicos envenenando el ambiente y desvirtuando hasta las razones. El odio es el sentimiento más intenso que puede experimentar el ser humano. Más fuerte que el amor incluso como motor de acción. Agudo, permanente, negativo también para quien lo cobija en su mente. Perturba el equilibro personal y, cuando llega a ser masivo, también la paz social.
Fenómeno mundial, con especial incidencia en nuestro país, ha contado para su acelerada propagación con las redes sociales. En su origen, grandes frustraciones de personas sin criterio ni esperanzas. En la base de lanzamiento, “el poder de movilización que ha adquirido en nuestra sociedad la cultura de la mentira”, como mantiene el periodista Ignacio Ramonet en su último libro “La era del conspiracionismo”. Como propósito, la involución en particular del feminismo.
El incremento exponencial del odio ha corrido parejo a la extensión de la extrema derecha. Son anomalías que se nutren entre sí. En 2016 el mapa europeo de la ultraderecha dejaba fuera a España por su mínimo peso y nula presencia institucional. Es cierto que sus actuales miembros se encontraban en el PP pero puede afirmarse que los propulsores de su éxito posterior, desde políticos a mediáticos, han hecho un trabajo impresionante en tiempo récord.
Si siempre se mintió en política para lograr fines ajenos al bien común, las fake news, los bulos y la pérdida de la verdad como valor, hasta como referente, se instalan en firme con la llegada a la presidencia de los Estados Unidos de Donald Trump. El dinero que se invierte para la promoción de la ultraderecha –tanto desde Occidente como de Oriente- trae sus tentáculos hasta España, donde cuenta con una red poderosa. Añadan el coronavirus, la guerra, la inflación… Y un gobierno de coalición ente PSOE y Unidas Podemos que el conglomerado de la derecha no soporta y trató de tumbar desde antes de proclamarse.
Y sin embargo gobierna, aunque la nube tóxica opere para taparlo. Por fin con cierto arrojo congregando hasta el apoyo de 188 diputados a sus históricos acuerdos de este jueves. Es el camino. En el que seguir avanzando. No hay otro para frenar la escandalosa ofensiva.
La campaña brutal contra la ministra de Igualdad Irene Montero se inscribe en ese contexto. Muchos se han enterado por fin cuando los gravísimos insultos resonaron en el Congreso de los Diputados o en el Ayuntamiento de derechas de Zaragoza, la quinta ciudad de España. Son gruesos aunque en la línea de los que durante todo el ejercicio de su cargo han asaeteado a Montero.
Es la táctica del fascismo, lo hemos repetido infinidad de veces: cosificar, deshumanizar, al punto de no sentir que la persona a la que se odia pertenece siquiera a la misma especie.
El odio está y se expande, pero aún no nos ha colonizado, escribí en 2017 como respuesta a la pregunta ¿y si el odio está aquí para quedarse? En los atentados yihadistas de Las Ramblas de Barcelona en agosto de aquel año, se vio a uno de los terroristas lanzar su furgoneta expresamente contra un niño de 3 años que se encontraba entre la multitud. Apenas unos días antes, la marcha ultra, supremacista y neonazi de Charlottesville en EEUU había explicado al referirse a los muertos y heridos que se produjeron: «nuestros rivales son un puñado de animales que no saben apartarse». No los ven como sus semejantes.
Las derechas españolas y sus servidores mediáticos desprecian a sus opositores de izquierda con idénticos baremos: no son sus semejantes. Y desde ahí han insuflado el odio en millones de seres guiados con un irracional sentimiento en el que se mezcla la envidia con las carencias propias. Es gente que se irá a la tumba convencida de tener razones fundamentadas para su odio.
Irene Montero fue elegida como diana por ser de izquierdas, feminista, joven y pareja de Pablo Iglesias, y el nivel de los insultos y ninguneos, buena parte basados en bulos bestiales, ha llegado al máximo nivel. Han entrado en su casa y en sus vidas como en una invasión bélica despedazando su intimidad y tratando de hacer lo mismo con su dignidad. Ella no se dejó, en este momento histórico que conoció la Cámara de la representación popular sin que nadie parara la agresión.
Analiza Ignacio Ramonet en su libro el delirio social que condujo a asaltar el Congreso de Estados Unidos en apoyo de Donald Trump, un modus operandi común a muchos países. Hay una cadencia clásica ya: el relato de la mentira que embauca, el nuevo sistema mediático “desinformativo”, los consuelos para la angustia, la epidemia de opioides o de fármacos similares, el refugio identitario y el sentido de permanencia (aquí a la España una y grande), los pensamientos mágicos, las conspiraciones. No deja de ser curioso que en Estados Unidos se acuse de pederastia a los rivales de Trump. La concejala de Zaragoza aludió a ese bulo que colgaron a las leyes del Ministerio de Igualdad, además del fomento de la prostitución, del sexo libre desde niños… Habiendo seguido la realidad resulta doblemente espeluznante, pero hay cabezas en las que cala porque así lo quieren sus usuarias. Es un índice de cómo el odio cierra el cerebro porque este Gobierno ha aprobado una Ley de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia y parecería un tanto contradictorio. Algo que por cierto infringe la concejala de Ciudadanos.
Miles de personas se han convertido en sicarios del odio. Necesitan culpables para sus miedos y carencias, y de la mañana a la noche, por todos los medios, se los ofrecen desde el desprecio y los intereses particulares. Para eso se hace, naturalmente. A imagen del Congreso de los Diputados, de la prensa del clan, las redes sociales son ya un campo de batalla sembrado de minas y fuego cruzado de insultos con una ferocidad que resulta casi increíble al dirigirse a personas que ni siquiera conocen. Convivimos en la vida cotidiana del país con esos sacos de odio. Twitter es su gran parque temático.
A poco que se observe, esa sociedad se ha impregnado de odio por envidia en gran medida, claramente cuando se dirige a personas populares de diversas profesiones. Pero el peor odio es el que se imparte desde la política para degradar al rival o para poner en marcha protocolos que se llevarán sus vidas con dolor y degradación. En ambos casos sin sentir la menor cercanía hacia las víctimas, como si fueran animales u objetos. El odio de los fascismos tiene en sus casos más extremos tintes psicópatas. Se vio en los campos nazis y se ve en la extrema derecha de hoy: saben el daño que ocasionan, pero no lo sienten en lo más mínimo. Son incapaces de empatizar y de experimentar remordimiento alguno.
Estas actitudes vidriosas están provocando una gran crispación de la convivencia. Rencor, repulsión, deseos de aniquilar, hostilidad, aversión. Así viven algunas personas. Muchas. El odio se contagia. Responde con odio. Inmersos en el fuego cruzado se dispara sin medida elevando la tensión. Crispado no se templa la puntería. En ningún caso.
Los últimos seis años han sido los del despegue del culto a la mentira, el odio y el fascismo que son casi sinónimos, y no sirvió de nada avisar de esta progresión. ¿Adónde llegaremos así? El camino, en efecto, es avanzar en derechos, operar la malicie que infecta la sociedad, seguir adelante sin bajar la cabeza. Sin usarla para embestir, ni ofrecer la otra mejilla. Puestos a abrirse a un cierto optimismo, la reacción de repulsa a la cacería de Irene Montero –oportunismos e hipocresías al margen- abre una cierta esperanza. Hasta se diría que ha servido para unir en el Congreso a los partidos progresistas frente a la amenaza ultra. Se ha tomado conciencia del problema. Es mucho más grave de lo que parece. El lobo ya no enseña solo las orejas, muerde. Y se prepara para engullir bajo esa nube que todavía empaña a muchos la visión.