Reciente aún el escándalo de los cadáveres hacinados en su Facultad de Medicina, la Universidad Complutense vuelve a ser noticia tras el hallazgo de una momia nada menos que en la azotea de la misma facultad. Como si un genio maligno se hubiera propuesto transubstanciar en materia una macabra alegoría, los muertos descompuestos y los embalsamados se suceden en el escaparate de la opinión pública para devolver una imagen fatalmente certera de la universidad: no porque la universidad pública equivalga a un cuerpo inerte del que es preciso desprenderse, como quisiera entender un amplio sector mediático y político de nuestro país, sino porque, tristemente, el panorama que esa universidad presenta se asemeja en efecto a una película de terror poblada por muertos vivientes y otras criaturas espectrales.
Responsables de ello son desde luego los agentes externos que operan para apropiársela, pero también, forzoso es reconocerlo, quienes ejercen como sus principales representantes y administradores. Sin la connivencia de unos y otros difícilmente podría haber llegado la universidad española al estado de descomposición y podredumbre en el que actualmente se encuentra y del que la Universidad Complutense ofrece un ejemplo elocuente.
La contundencia con que se ha castigado a la universidad resulta inaudita incluso en el contexto de los recortes que ha padecido el conjunto de los servicios públicos. Entre las medidas que más directamente han amenazado su sostenibilidad destaca por un lado el brutal incremento de las tasas, que ha supuesto ya la exclusión de 45.000 estudiantes en los dos últimos cursos. Por el otro, la congelación no solo de nuevas contrataciones entre el personal docente, sino incluso de promociones internas en un profesorado que llevaba años trabajando en condiciones de la más extrema precariedad. Los estudiantes y el profesorado temporal constituyen así los dos colectivos que han posibilitado con su sacrificio la supervivencia de la universidad pública durante los últimos años.
Las autoridades académicas representadas en la CRUE se han manifestado en diversas ocasiones contra esta política austericida que persigue el desmantelamiento indisimulado de la universidad. En concreto, el rector de la Universidad Complutense, José Carrillo, destaca por haber denunciado de forma reiterada el estrangulamiento económico practicado por el gobierno de la Comunidad de Madrid. A sus consecuencias ha achacado, entre otras cosas, el deterioro de las infraestructuras, la merma de proyectos de investigación o el vertiginoso descenso de las matrículas, pero también las carencias de personal que derivaron en el escándalo de los cadáveres amontonados en la Facultad de Medicina. En fecha reciente atribuía también a esta coyuntura el que un acreditado docente como el actual líder de Podemos no hubiera podido acceder aún a un contrato indefinido.
Como otros rectores, Carrillo aboga por compaginar esta denuncia con el estricto cumplimiento de las condiciones presupuestarias que impone la Consejería de Educación, basadas fundamentalmente en la prohibición de endeudamiento. Desde ese compromiso con la austeridad, Carrillo se ha presentado siempre como el rector de la crisis, llamado a salvar la universidad pública del desastre para encaminarla hacia tiempos mejores.
De quien con tanto ahínco defiende un modelo universitario al servicio de la sociedad y la excelencia académica cabría esperar que se rija por esos mismos principios, aunque sea en el estrecho margen que le deja una política presupuestaria rendida al imperativo del déficit cero. El panorama que presenta la Universidad Complutense desmiente sin embargo esta suposición de forma rotunda.
Así, mientras sus estudiantes siguen sufriendo la sangría de las tasas académicas y ven drásticamente reducida la oferta de becas, una élite de altos funcionarios administrativos continúa cobrando sueldos que superan los 80.000 y hasta los 90.000 euros. Y mientras el 40% de la plantilla docente trabaja en condiciones de auténtica miseria (con sueldos que en la mayoría de casos oscilan entre los 300 y los mil euros), el rectorado no tiene reparos en impulsar la promoción de titulares a catedráticos. Profesores que cuentan con un puesto fijo y bien remunerado hacen prevalecer de este modo sus demandas sobre las necesidades más acuciantes del cuerpo docente. Si el incremento de las tasas y la precariedad del profesorado son fenómenos extrapolables a todas las universidades del estado, no sucede lo mismo con los privilegios que detentan los dos colectivos señalados. En lugar de abogar por un modelo de gestión que contribuya a paliar estas flagrantes diferencias, la Complutense cuenta con el dudoso mérito de haber perfeccionado las modalidades de explotación laboral vigentes en el mundo académico. Así lo demuestra el uso indebido, cuando no dudosamente legal, de figuras contractuales como las de profesor asociado o interino para emplear personal altamente cualificado limitando incluso hasta lo insignificante su cotización a la seguridad social.
Poco importa que el futuro de la institución pase necesariamente por esta generación de profesores a la que, para contrarrestar la acusación de endogamia adquirida por nuestra universidad, se han exigido criterios de evaluación que desconocieron sus predecesores (publicaciones en revistas indexadas, participación en proyectos de investigación o evaluación de la docencia); poco importa que ese profesorado no reclame una promoción automática, sino solo la posibilidad de probar sus méritos en un concurso abierto; poco importa que no demande tampoco una plaza de funcionario, sino solo una figura contractual que le permita ejercer su labor con cierta dignidad.
Los grupos y facciones internas de la universidad terminan imponiéndose hoy como lo hacían décadas atrás en su época más oscura. Víctima de las inercias hereditarias, las corrientes de presión y las opacidades de su sistema organizativo, la Complutense no solo perpetúa, sino que agudiza un sistema manifiestamente injusto, donde los privilegios de unos pocos descansan sobre las privaciones de muchos. Si los segundos constituyen los cadáveres de un proceso al que las autoridades académicas se pliegan con pasmosa complicidad, en los primeros reconocemos las momias que preservan una forma anacrónica y sin embargo aún dolorosamente vigente de despotismo, mientras fingen ignorar que ya se ha puesto fecha de defunción a la institución que todavía les ampara.
A nadie escapa que la universidad pública de nuestro país requiere de una profunda reforma. Esa reforma no puede responder sin embargo a los intereses de una clase política pacata y mercenaria, menos aún a los de grupos financieros que en buena parte intervienen ya en su gobierno desde los consejos sociales. Para contribuir de verdad tanto a su vocación de servicio como a un modelo de desarrollo social, el cambio debe provenir fundamentalmente de la propia comunidad académica.
Es preciso por tanto que esa comunidad, y en concreto sus autoridades representativas, tomen conciencia de la responsabilidad histórica que recae sobre ellos en el momento presente y empiecen a legislar en consecuencia. No basta ya con escudarse en la imposición de un programa presupuestario o la amenaza de una hipotética intervención en caso de su incumplimiento. La universidad debe aspirar a formar personas libres y generar conocimiento, a promover el desarrollo social y a incentivar la investigación. Para ello necesita evitar por descontado la proliferación en su seno de privilegios, injusticias y discriminaciones que alimenten el desarrollo de una casta acomodada. De lo contrario, no estaremos hablando ya de una institución abierta a la participación ciudadana y el progreso de la sociedad, sino de una entidad esclerótica y disfuncional condenada a un irreversible proceso de gangrena y amputación: en definitiva, de una universidad muerta.
Este texto lo suscribe la Platafoma de Profesorado no Permanente de la UCM.