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Oxfam como símbolo de lo que nunca debe ser una ONG

Helen Evans tenía una misión importante en sus manos a partir de 2012. Oxfam le encargó que pusiera en marcha un mecanismo para recibir y tramitar denuncias sobre casos de explotación sexual y todo tipo de abusos como los ocurridos en 2010 en Haití (relaciones con prostitutas y acusaciones de violación) y varios años antes en Chad. Todo ese proceso debería servir además para mejorar los códigos de conducta del personal de la ONG cuando trabajara en el extranjero.

Evans hizo su trabajo y no tardó mucho tiempo en descubrir que Haití no era un caso aislado. Hubo más denuncias, precisamente por la misma razón por la que aumentan en cualquier institución donde se establecen cauces para presentarlas. De 12 denuncias en el periodo 2012-2013, se pasó a 39 en 2013-2014. De esas 39, en 20 casos las alegaciones resultaron ser ciertas total o parcialmente. Cuanta más transparencia interna y menos temor a represalias, más posibilidades de que salgan a la luz casos hasta entonces ocultos.

Cuando Evans supo de varios casos de presuntos abusos a menores en las tiendas de Oxfam en Reino Unido –donde pueden colaborar como voluntarios los chicos a partir de 14 años–, reclamó más medios y fue entonces cuando se topó con los mismos obstáculos que existen en las grandes corporaciones en el momento de presentar quejas sobre el funcionamiento interno: la burocracia (escriba un informe, ya nos ocuparemos) y el desinterés (los casos más graves eran antiguos, se habían solventado y cualquier publicidad extra sería negativa).

Después de tres años en Oxfam, Helen Evans tiró la toalla y abandonó la organización. Hoy es concejal laborista en Oxford (Channel 4 la entrevistó en la noche del lunes).

Fue en ese momento cuando los responsables de Oxfam demostraron su escasa talla moral e intelectual para dirigir la organización. Precisamente por ser una de las mayores ONG del mundo, recibir millones de euros de instituciones británicas y europeas, y contar con la confianza de miles de personas que también hacen aportaciones económicas. Ya ha habido una dimisión, pero ninguno de ellos debería seguir en sus puestos si estaban en ellos en esa época. No vale con pedir perdón y prometer que no volverá a ocurrir. No pueden alegar desconocimiento.

Las grandes ONG no están libres de los mismos pecados de las grandes corporaciones que envían a parte de su personal a países pobres. Para las empresas, la prioridad siempre es la cuenta de resultados. Todo lo demás se puede enterrar u obviar con la típica apelación a las manzanas podridas.

En el caso de las ONG, el dinero es importante, pero lo es aún más su reputación. Y la de Oxfam ha quedado tan maltrecha que sólo puede sobrevivir si establece nuevas normas de conducta y formas de aplicarlas que sean creíbles.

“No hay nada más vergonzoso que un depredador sexual que utiliza una catástrofe como forma de explotar a los vulnerables en sus momentos de mayor fragilidad”, ha dicho el presidente de Haití, Jovenel Moïse. “Lo que refleja todo esto es una violación de la decencia humana más básica”.

Desde que los conservadores volvieron al poder en Reino Unido en 2010, ha habido un debate permanente entre los tories sobre la ayuda al desarrollo. David Cameron decidió que el recorte de gasto público no afectaría a la sanidad y al presupuesto de cooperación en un intento de modernizar la imagen del partido. Desde entonces, la presión del ala más conservadora de los tories para reducir esos fondos ha sido constante con el apoyo de algunos periódicos tabloides, como The Sun y Daily Mail.

Hace sólo unos días, Jacob Rees-Mogg –un diputado tory en alza por su posición radical en favor del Brexit– presentó en Downing Street una petición con miles de firmas promovida por el periódico sensacionalista Daily Express en favor del recorte de la ayuda al desarrollo. Fuentes cercanas a Theresa May informaron que no tiene la intención de aplicar la tijera.

La Administración tampoco puede alegar que no sabía nada. Después de dejar Oxfam, Evans comunicó sus conclusiones a la Charity Commision (organismo público que fiscaliza a las ONG y organizaciones benéficas) y al Ministerio de Cooperación a través de un diputado. Sin ningún éxito.

El escándalo de Oxfam será utilizado a buen seguro por todos aquellos que creen que esa ayuda es un derroche, en especial si sirve para financiar abusos. No es extraño que el presidente de Save the Children, Kevin Watkins, haya admitido que “los efectos tóxicos del escándalo nos debilitan a todos” en el sector de las ONG.

El encubrimiento existió. Quedó demostrado cuando el hombre que organizaba fiestas con prostitutas en Haití pactó su salida y pudo encontrar empleo en otra ONG que también le envió al extranjero, en concreto a Bangladesh. Aún hay más. Siete años antes de los hechos de Haití, ese mismo hombre, Roland van Hauwermeiren, había sido responsable de actos similares trabajando en Liberia para otra ONG.

Siempre es igual. Hombres que se aprovechan de su posición de poder para cometer abusos. Otros hombres les protegen, restan importancia a esa conducta o, si lo anterior no es suficiente, encubren lo sucedido. Las ONG, con independencia de su función e importancia, no parecen inmunes a ese mecanismo de control que garantiza la impunidad y castiga o ignora a los que se atreven a denunciarla.

“Cada vez que alcé la voz sobre un problema, yo me convertí en el problema”, ha contado una mujer que trabajó 15 años en organizaciones humanitarias.

“Esta epidemia (de denuncias sobre delitos sexuales en distintos ámbitos profesionales) tiene sus raíces en las relaciones de poder desequilibradas que permiten a hombres poderosos y depredadores explotar a mujeres y niños a través de las presiones, el acoso sexual y la violencia”, escribe Kevin Watkins. “El único antídoto es una cultura de tolerancia cero apoyada por claras normas de conducta y reclutamiento, y liderazgo”.

Justamente lo que no ocurrió en Oxfam.