Pacto de rentas, ¿de qué hablamos?
Diversas voces llevan días insistiendo en la necesidad de un pacto de rentas para hacer frente a las consecuencias económicas derivadas de la invasión de Ucrania por el ejército ruso. Llueve sobre mojado. El conflicto llega cuando aún no se han superado los efectos de la crisis pandémica y aún persisten desigualdades sociales agravadas por crisis sucesivas que actúan como si fuera una carrera de relevos.
Además, el elevado nivel de dependencia de la UE en el acceso a bienes básicos y un perverso sistema de fijación de precios de la electricidad lo complican. Se trata de una tormenta perfecta que justifica las llamadas a grandes acuerdos.
Hasta hace poco se ha concretado sobre los contenidos de este posible pacto y muchas de las voces que lo reclaman se refieren exclusivamente a un acuerdo de moderación salarial que es todo menos un pacto de rentas.
Si se quiere avanzar por esta senda resulta imprescindible responder a algunas preguntas. ¿Cuál es el objetivo de un pacto de rentas? ¿Qué contenidos debería tener? ¿Cómo se implementa? ¿Quiénes se implican y comprometen? Y lo más importante, ¿como se soportan y financian sus costes?
Los costes de las crisis no se distribuyen de manera equitativa, sobre todo si se deja el futuro en manos de las leyes del mercado. Esta es la razón que justifica la intervención activa, tanto de los diferentes niveles de gobierno, como de sindicatos y empresarios que, por mandato constitucional, tienen la función de representar los intereses de trabajadores y empresarios.
Así, deberíamos convenir que el objetivo de un pacto de rentas debe ser un reparto lo más equitativo posible de los costes de esta crisis. Lo que incluye políticas para minimizar la destrucción de tejido empresarial, especialmente de autónomos, pymes y microempresas.
Sobre sus posibles contenidos deberíamos asumir que no estamos hablando de una crisis de dos días, incluso en el hipotético escenario de un final rápido del conflicto armado. Por ello es deseable que las medidas de choque no sean contradictorias con las políticas más estructurales, especialmente las referidas a la transición verde.
Conviene recordar que el mayor riesgo viene de la destrucción de empleo. Lo que sitúa el nuevo mecanismo RED, aprobado por el Decreto Ley 32/2021, como un gran instrumento de este posible pacto de rentas. Aunque su ámbito no alcanza a los autónomos que, especialmente en algunos sectores como el transporte, sufren el impacto de las ineficientes estrategias de externalización productiva que los han abocado a una gran vulnerabilidad.
En la búsqueda de los necesarios equilibrios entre proteger la capacidad adquisitiva de los salarios y contener la inflación, la negociación colectiva adquiere protagonismo. Se trata de un equilibrio nada fácil en un contexto en el que la mayor subida de precios se produce en bienes de los que no se puede prescindir, como la alimentación, la energía o la vivienda. Con un impacto mayor en las rentas más bajas que dedican la gran parte de sus ingresos a adquirir estos bienes básicos.
En estas circunstancias los salarios sufren automáticamente la erosión de su capacidad adquisitiva, aunque no todos por igual. De ahí la importancia de un acuerdo interprofesional entre sindicatos y patronal que puede ser especialmente útil para los colectivos que tienen menor fuerza sindical en la negociación.
Pero un pacto de rentas no puede limitarse al ámbito del empleo y los salarios. En paralelo deben concretarse mecanismos que permitan ajustar los márgenes comerciales, los repartos de dividendos. Por razones éticas y estéticas deberían limitarse también los salarios de directivos, especialmente de grandes corporaciones, que parecen funcionar al margen del resto del mundo y con reglas más propias de una nomenclatura.
Otro de los contenidos imprescindibles de un posible pacto de rentas ha de ser la moderación de los precios de los bienes básicos. Algo que, en mercados globalizados muy afectados por el conflicto militar, no resulta fácil de conseguir a nivel estatal.
De ahí la importancia de las decisiones que se adopten en los próximos días en la Unión Europea, que es uno de los espacios políticos en los que debería concretarse este pacto de rentas, aunque no lo sea de manera explícita. La UE decidirá la próxima semana si continúa apostando por estrategias de cooperación y mancomunación de riesgos, como se hizo con la pandemia, o se regresa a las políticas suicidas de ajuste duro. En la cuneta han quedado las normas fiscales, quizás de manera definitiva, al menos en los términos actuales. Cuando la inaplicación de una norma pasa de ser excepcional a habitual, significa que la norma no sirve. Eso otorga temporalmente un mayor margen fiscal a los estados.
Cada vez son más las voces que propugnan un cambio en el sistema de fijación de precios de la electricidad. Pero mientras eso no llega, resulta imprescindible contener el precio final que se ve obligado a pagar el consumidor, sea doméstico o empresarial. Y es ahí cuando nos adentramos en la compleja respuesta de cómo hacerlo. Sobre todo porque debería intentarse que las medidas a corto plazo no supusieran retrocesos en los objetivos de transición energética que hemos iniciado.
La propuesta de limitar el precio máximo de la luz que paga el consumidor final es mediáticamente atractiva, pero puede tener efectos colaterales no deseados. Es probable que ello comportara un golpe definitivo a las pequeñas y medianas comercializadoras que no tienen generación propia. Como ya ha sucedido con las anteriores medidas del Gobierno que, hasta la guerra, consiguieron aminorar el alza en el precio de la electricidad, pero no han reducido los beneficios de las grandes empresas energéticas y han generado graves problemas a pequeñas comercializadoras.
Ello supondría profundizar en el oligopolio energético que solo se puede soslayar acelerando la apuesta por las energías renovables, pero el objetivo de la autonomía energética no es alcanzable a corto plazo.
Cualquiera de las otras medidas que se están barajando para desvincular el gas del precio final de la electricidad plantean el interrogante de quién asume el coste que comportan. No parece lógico que recaigan sobre las muy sobrecargadas arcas públicas. Una subida de la imposición sobre los beneficios de las eléctricas, como propone la OCDE, permitiría disponer de recursos que se podrían destinar a políticas compensatorias, dirigidas a los colectivos que están sufriendo mayores impactos.
Siendo imprescindible actuar sobre el precio de la electricidad ello no es suficiente, porque otros bienes básicos como la alimentación están desbocados. Usar la fiscalidad para aumentar la renta disponible a corto plazo, ampliar la cobertura real del Ingreso Mínimo Vital y las rentas mínimas de las CCAA, podría atenuar algo el impacto en las personas de menor nivel de renta.
Uno de los retos de todas estas políticas es decidir como se implementan. Lo más fácil y rápido suelen ser medidas generalizadas que no distinguen la situación económica y de los destinatarios. Pero esta opción suele tener efectos contraindicados, se necesitan muchos más recursos, pueden tener efectos regresivos en la distribución de costes y en algunos casos ser contradictorias con los objetivos de las transiciones en marcha. El caso más evidente de ello es el de la posible reducción generalizada de la tributación de los combustibles fósiles. La otra opción, focalizar las medidas en los colectivos más necesitados, es mucho más eficiente, pero tiene grandes dificultades de implementación sobre todo si se necesita que sean urgentes. Y el agravio comparativo está servido.
Por último, toca responder a la pregunta más difícil. Todo esto quién lo paga. Conviene recordar que nada es gratis, y no alcanzar un pacto de rentas tampoco. Si se deja que las fuerzas del mercado “repartan suerte” el resultado está cantado, lo van a pagar las personas trabajadoras, especialmente los salarios más bajos.
Un pacto de rentas obliga a destinar importantes recursos públicos a financiar las medidas de choque. De nuevo el papel del Estado, que durante la pandemia ha actuado de pagador de último recurso, de prestador de última oportunidad, es determinante. Pero debe hacerlo con una débil musculatura fiscal. Una reciente información de la AIREF sugiere que el aumento de la recaudación indirecta, del que también se benefician las CCAA, puede ofrecer un margen fiscal para aumentar el gasto público. Pero vuelve a recordarnos la necesidad de una reforma fiscal, que no puede posponerse indefinidamente.
En estas circunstancias no hay opciones limpias y mucho menos perfectas, todas tienen zonas oscuras y puntos débiles. De ahí la importancia de un pacto de rentas que vincule a gobierno central y gobiernos autonómicos y comprometa a los partidos que gobiernan las diferentes instituciones. Los antecedentes de polarización y crispación no permiten ser muy optimistas respecto al acuerdo político. Y la concertación social entre sindicatos y patronales que, hasta ahora ha jugado en papel de responsabilidad y estabilidad, no es suficiente.
Por eso sería más útil que quienes, desde la opinión publicada, están presionando para un acuerdo de moderación salarial, dedicaran sus esfuerzos a convencer a los partidos políticos de la necesidad de un verdadero pacto de rentas.
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