“Era un padre estupendo”

Allí abajo, a pocos metros de donde cayó el cuerpo, hay una guardería. Se podría llamar los 7 enanitos. Lógicamente el suicida no pensó si era lícito que al día siguiente los enanitos se encontraran con sus vísceras esparcidas por el suelo. La primera mañana después del crimen los padres no enviaron a sus niños a la guardería ubicada en los bajos del edificio desde el que saltó el filicida de Castellón, pero se preguntarán desde un miedo quizá irracional, aún días después de la tragedia, si deberían enviarlos a un sitio en el que caen asesinos del cielo.

Esa mañana el único rastro del hombre es un charco que emite destellos, como si el río pintado en la pared del cole se hubiera desbordado del cuadro y convertido en sangre al tocar la realidad. Algo terrible pasa entre el mural y la calle, entre el paisaje de cuento infantil y la vida, una falta de continuidad que espanta. Si Toy Story pasara de verdad, ¿qué habrían dicho las montañas, los árboles y el conejo saltarín al ver estrellarse a un hombre a sus pies? Desde la misma pared, nos saluda la inocencia: a diferencia de las de sus asesinos, las manos de los niños solo pueden mancharse de color, de muchos colores, del azul del cielo, del verde del bosque, del rojo de las fresas. ¿Estarán entre las huellas de esas manitas pintadas en la pared las de sus hijas muertas? ¿Azules, rojas o amarillas?

Arriba, en el piso, están Nerea y Martina acuchilladas, inertes, con lo último que vieron sus ojos, su padre matándolas, la imagen más triste durmiendo en sus párpados. La más pequeña tenía la edad de mi hijo. A esa edad intentar que hagan algo que no quieren hacer, cosas simples e inofensivas y hasta buenas, como comer o ponerse los zapatos, es una faena. La resistencia, la desobediencia de los niños, quizás sean los primeros rasgos de madurez que los alejan de las crías del mamíferos y los acercan indefectiblemente al humano adulto. De esa manera asoma en ellos por primera vez su dignidad y su instinto de autoprotección. No me imagino lo que debe ser intentar llevarlos por la fuerza a la muerte, a criaturas tan vivas. “El Ricardo ha matado a las niñas y se ha tirado”, dice un vecino llorando en televisión. Otro, un amigo del asesino, vuelve con lo del padre estupendo: “Era un padre estupendo, lo que pasa es que le afectó que ella lo denunciara”.

Un maltratador no puede ser padre. Y éste lo era. Le había pegado a ella, la había amenazado con matarla y con matar a las niñas, por eso se habían separado. Tenía denuncias, órdenes de alejamiento desestimadas por la Justicia. “Riesgo bajo”, dijo, una vez más manchándose las manos de sangre. En cinco años, 25 niños han sido asesinados en España en casos de violencia contra sus madres. Como Bretón, como todos los feminicidas que usan a sus hijos como carne de cañón para provocarle a la mujer que ya no pueden tener un dolor aún más grande y siniestro que la muerte, el asesino de Castellón ha expulsado a sus pequeñas hijas del cuadro de las setas y el enanito, y hoy el río de sangre de niña también serpentea bajo nuestros pies. ¿Hasta cuándo vamos a permitir que los maltratadores de mujeres se sigan haciendo pasar por padres? Las manos de niños que saludaban desde el muro son ahora manos que se despiden.