La jerarquía de la Iglesia española, esa que ha recibido al segundo gobierno de Pedro Sánchez tentándose las sotanas y recelosa, no quiere hablar de pagar IBI, ni de las 30.000 inmatriculaciones de propiedades a su nombre, ni de contar públicamente a qué dedica el IRPF que recauda de la casilla de la X o de sacar Religión (católica) como conocimiento computable en la educación pública para dejarla en el ámbito de casa y de la fe. No quieren hablar de nada porque con esa política de comunicación les ha ido bien durante miles de años. En España han quedado pocas instituciones libres de la apisonadora de la crítica y la crisis, pero una ha sido la Iglesia. Esta década ha pasado por encima a la banca, el rey Juan Carlos, los políticos, los sindicatos, la Universidad y hasta a la Justicia.
Mientras todo eso sucedía, la Iglesia española y sus representantes más reaccionarios callaban y se blindaban ante un huracán de laicismo y petición de rendición que cuentas que fingen que no va con ellos. Como si tener derecho propio (el canónico) o tribunales y administración propia (la del Estado Vaticano que impera para los religiosos de todo el mundo) les eximiera de responsabilidades ciudadanas y terrenales. Como si no vivieran entre nosotros, algunos líderes están agazapados en la cobertura de la Santa Sede y una gracia divina que se ha convertido en privilegios económicos y de influencia en España, desde que Franco los arrimara a su sardina para construir el nacionalcatolicismo. La estrategia este tiempo ha sido aplazar y templar, con ese lenguaje eclesial que requiere su propia exégesis y arqueólogos lingüísticos. Su éxito ha sido lograr que no se haya embridado ninguno de sus privilegios, rehuyendo las críticas camuflándolas de ataque, obviando también a cristianos de base en sus reclamaciones de justicia social o reivindicación de derechos, también los de la mujeres en la Iglesia. ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? (Mateo 8, 23-27)
Los obispos españoles asistieron atónitos a la primera promesa de Pedro Sánchez como presidente. Lo hizo sin crucifijo ni Biblia, lo que presagiaba una legislatura negra para lo que consideran derechos adquiridos. Sin embargo, no se tocó ninguno de sus privilegios. Es más, la oposición a la exhumación de Franco del prior del Valle de los Caídos y la tibieza de la jerarquía en impedir que el dictador acabara en la Almudena dejó claro que siguen considerando su reino de otro mundo, al que uno tiene que subir pidiendo permiso si quiere tratar con ellos. Su colaboración con el Estado fue tendente a cero.
Curiosamente, el Papa y sus hombres en España ven claro que la Iglesia debe pagar IBI por sus negocios terrenales: “Los hombres de Iglesia son ciudadanos, y tienen que cumplir con todo su derecho de ciudadano. Hay cosas dedicadas al culto, hay propiedades dedicadas al fin social. Todo lo que no sea culto o bien común, hay que pagar impuestos”, le decía Bergoglio a Jordi Évole en su entrevista el pasado mes de abril.
Por contra, el portavoz de los obispos españoles interpreta con más laxitud la responsabilidad y el derecho sobre las propiedades, miles de ellas inmatriculadas gracias a una ley de Aznar que les permitió quedarse con locales por la simple costumbre de uso. Luis Argüello decía en una entrevista en RTVE sobre estos inmuebles que se adjudicaron: “No hemos adquirido bienes ahora, son bienes que la Iglesia ha utilizado. Y la Iglesia es el pueblo de Dios en cada sitio, en mi pueblo hay una iglesia y una ermita y el pueblo las considera suyas”. Sí, es una consideración, pero son de la diócesis a efectos legales. Y es ella, y no el pueblo, la que heredará o ingresará si se vende, traspasa o alquila.
La vicepresidenta Carmen Calvo dice que ahora va en serio, que van a tratar la fiscalidad -incluso saltándose a los jerarcas españoles y yendo al Vaticano- para que la institución responda como cualquier otra institución y ciudadano ante la Hacienda Pública. Hay deberes por delante: revisar los conciertos escolares para ver si son necesarios, los acuerdos postfranquistas con la Santa Sede, publicar el listado de bienes inmatriculados, hacerle pagar IBI por los locales o pisos de uso no religioso, que coticen por curas y monjas sin excepciones, empujarles a abrir sus expedientes de casos pederastia o preguntarles en qué gastan los 260 millones de euros que recauda con el privilegio de la casilla de la Iglesia en el IRPF, que no va a Cáritas, sino a los sueldos de los curas y gastos corrientes.
Hay muchas preguntas por hacer. Pueden resistirse, pero ese “pueblo de Dios” del que habla la Conferencia Episcopal está queriendo saber por qué el único que no está fiscalizado ni rinde cuentas es, precisamente, su alcalde.