Durante mucho tiempo, el País Vasco y todo lo que allí ocurría ocupaba demasiada atención en los medios de comunicación. Aunque ahora nos resulte, afortunadamente, algo lejano en el tiempo, basta recordar como ejemplo ilustrativo de lo que queremos indicar cómo los asesinatos de ETA eran portada de los periódicos y contaminaban el debate político. También las treguas que la banda terrorista decretó y rompió en distintas ocasiones fueron motivo de atención preferente hasta que, el 20 de octubre de 2011, una organización ya derrotada anunciaba el cese definitivo de su actividad armada como antesala de una disolución formal que se resiste a llegar. También fue un momento de excesivo protagonismo para el País Vasco el que provocó un lehendakari empeñado en impulsar un nuevo estatuto político para Euskadi superando el marco jurídico que admitía entonces la Constitución vigente. Como es sabido, aquel experimento político terminó con la negativa del Congreso de los Diputados a su tramitación, pero nadie puede ignorar la fractura social a la que dio lugar y cuya reparación exige, todavía hoy, un considerable esfuerzo político y social, aunque no siempre haya sido entendido en otras latitudes del Estado.
Mientras el País Vasco suturaba las heridas y afrontaba una nueva etapa más centrada en el pragmatismo que impone la apuesta por una gestión eficaz de su autogobierno, Cataluña tomaba el testigo de la atención mediática como escenario de una sucesión de desencuentros de distinta naturaleza motivados por un insatisfactorio anclaje con España. No es momento de ordenar un relato que explique qué ha ocurrido en Cataluña, quién es responsable del desafecto y qué puede pasar si nadie encauza una situación condicionada por el objetivo político de alcanzar la independencia ignorando, llegado el caso, los procedimientos legales establecidos al efecto. Se trata, simplemente, de llamar la atención al lector acerca de cómo el espacio mediático y político que durante mucho tiempo ocupó el País Vasco con proyectos de vocación secesionista, ha sido progresivamente ocupado por una Cataluña que, en la interpretación más noble de todo lo ocurrido, pretende actualizar su relación con el Estado, aunque no siempre lo haga con acierto jurídico en las formas y moderación política en el fondo.
Sirva, en suma, este planteamiento inicial para señalar que la cuestión del (re)acomodo político y jurídico de determinados territorios con el Estado ha consumido gran parte de nuestro capital político durante, al menos, los últimos diez años. De hecho, la realidad política de País Vasco y Cataluña nos confirma la existencia de permanentes tensiones territoriales cuyo tratamiento requiere de líderes capaces de entender la diversidad de nuestra nación. Sólo desde esta aproximación se estará en disposición de favorecer espacios de entendimiento susceptibles de generar nuevas fórmulas jurídicas que reconozcan singularidades sin comprometer la igualdad, a la par que mejoren la solidaridad, la cohesión y el sentido de pertenencia. Las normas jurídicas —especialmente las de naturaleza constitucional— son instrumentos para ordenar y garantizar la convivencia. Conviene tener presente este extremo para advertir el momento oportuno en el que procede impulsar su reforma, como antídoto frente a quienes cuestionan la unidad de una comunidad política. No parece, sin embargo, que sea esta tesis la que vertebre la agenda de quienes tienen la máxima responsabilidad de gobierno. No fue así cuando las reivindicaciones en el País Vasco estaban condicionadas por el terrorismo, ni tampoco lo está siendo ahora en el proceso hacia la independencia que sigue abierto en Cataluña.
Con todo, el acuerdo de gobierno que esta semana han firmado el Partido Nacionalista Vasco y el Partido Socialista de Euskadi, en virtud del cual se garantiza la elección de Iñigo Urkullu como lehendakari, podría contribuir a cambiar algo las cosas. La aritmética parlamentaria resultante de las elecciones celebradas el pasado 25 de septiembre no hacía del todo punto evidente la fórmula por la que ha optado el PNV para garantizarse la gobernabilidad. La solución finalmente elegida representa, a nuestro juicio, toda una declaración de intenciones. De hecho, aunque el PNV y el PSE consideran el empleo como una prioridad para sus ciudadanos, en modo alguno reniegan de su responsabilidad sobre dos procesos pendientes, cuya complejidad tendrá su impacto en la política nacional. Nos referimos, de una parte, a las consecuencias del proceso de disolución de ETA y, de otra, al proceso de reforma del Estatuto de Autonomía. Y es precisamente este último tema el que impacta de forma significativa, y creemos que positivamente, en lo que se refiere al impulso que necesita incorporar la política territorial del Estado para dar respuesta a los desafíos del momento. La vuelta a la escena política nacional del País Vasco con un proyecto de reforma del Estatuto respetuoso con los procedimientos legalmente previstos permitirá, sin duda, un debate sereno en torno a la necesidad de acomodar jurídicamente conceptos como el de «nación» y «derecho a decidir» que parecen encontrar ya una indudable aceptación en la sociedad. Nadie duda de la dificultad del empeño, ni siquiera de la probabilidad de que el resultado no alcance el éxito. Sea como fuere, parece innegable la conveniencia de afrontar el reto con audacia e inteligencia política.
En suma, la iniciativa que el gobierno vasco se ha comprometido a impulsar quizás pueda favorecer el diseño de un nuevo encaje jurídico-político útil para algunas Comunidades Autónomas con el Estado. Se trataría de lograr un mecanismo atractivo para aquellos territorios que todavía no renuncian a encontrar la fórmula que les permita un reencuentro satisfactorio con España. Sin negar las dificultades, los riesgos, e incluso las suspicacias con las que la iniciativa será recibida desde otros territorios, nos parece importante incidir ahora en la duda que, en realidad, plantea siempre una reforma estatutaria como la que seguramente demanda el País Vasco y reclama también Cataluña. Dicha duda, de naturaleza técnica, no es nueva. Se trata, más bien, de la misma duda que ya se planteó con la aprobación del Estatut: ¿caben planteamientos vanguardistas bajo el soporte jurídico que ofrece la actual Constitución de 1978? El Tribunal Constitucional hizo lo que pudo cuando tuvo que enfrentarse a este dilema y no satisfizo a nadie. No cometamos ahora los mismos errores que entonces. No dilatemos por más tiempo una reforma constitucional capaz de absorber aquellas tensiones territoriales que difícilmente remiten de forma espontánea.