Mi hijo acaba de cumplir tres años, lo que significa que hace exactamente tres años que me convertí en madre. He vuelto una y otra vez a aquella noche y resulta que ahora la veo menos borrosa, como si el paso del tiempo me diera cierta clarividencia. Hace tres años y pocos días yo era una mujer embarazada de 32 años que entró al hospital con las cuarenta semanas cumplidas, cuarenta semanas y dos días. Me indujeron el parto porque decían que mi bebé era muy grande. La memoria es caprichosa y, muchas veces, entorpece la vida con sus recuerdos. Una y otra vez vuelvo al día de la consulta de monitores y me pregunto por qué no me resistí a la inducción, por qué, a pesar de esa voz interior que me decía que mi niño no estaba todavía preparado para salir, me sometí a aquellas ginecólogas tan amables. Ellas sabrían más que yo. Lo único que yo no quería era que mi niño sufriera. Supongo que ese fue el momento en que mi voz empezó a hacerse más y más débil, inaudible casi. Al día siguiente, cuando me introdujeron en la vagina una pastillita de prostaglandina para inducirme el parto, me sentí como una niña pequeña, obediente, muda y paralizada ante aquella situación. A la media hora, empecé con unas contracciones tan terribles y animales que el dolor era todo el lenguaje que podía articular.
Lo que vino después —la matrona que me dijo que no podía beber agua ni moverme de la cama, las tres, cuatro, cinco mujeres que metieron sus dedos dentro de mí sin pedir mi consentimiento hasta que me rompieron la bolsa, la anestesista que me dijo que no podría tener un parto vaginal porque mi pelvis era estrecha para ese niño tan grande, que dejara de intentarlo, el momento en que las matronas cuchicheaban en el paritorio mientras yo empujaba, la ginecóloga que me dijo que no podía parir y que me iban a hacer una cesárea— está grabado a fuego no solo en mi memoria, sino en todo mi cuerpo. Todavía tiemblo al recordarlo, hasta me entra un enorme frío en los huesos parecido a aquel que sentí en la sala de recuperación.
El cuerpo lleva la cuenta del trauma que supuso para mí verme tan incapaz, tan culpable, tan insignificante. Entre cuatro me cogieron por los brazos y las piernas y me pusieron en la camilla, me ataron los pies y las manos en cruz, me rasuraron el pubis y me cubrieron con una sábana verde. Nadie me habló en ese tiempo, nadie se dirigió a mí para decirme qué iban a hacer conmigo, qué estaban haciendo, fui solo un cuerpo. Yo estaba consciente y tumbada hacia arriba por lo que podía verlo todo reflejado en la lámpara metálica del quirófano. Vi mis carnes abiertas de par en par para traer a mi hijo al mundo. Me lo sacaron y se lo llevaron a una sala contigua. Todo era silencio, uno, dos, tres minutos de silencio hasta que el llanto de mi hijo lo rompió. Yo no sabía si estaba dando a luz o si iba a morirme. Tenía tantas ganas de dejarme ir. Me enseñaron a mi hijo unos segundos y ya no volví a verlo hasta cuatro horas después. Y esas horas las pasé en una sala enorme, fría y oscura. Era de madrugada y yo acababa de ser madre, pero estaba sola.
Hace unos días, la escritora Najat El Hachmi publicó un artículo nada contrastado sobre el parto. Decía sentirse sorprendida ante el reclamo de muchas madres jóvenes de parir a sus hijos de una manera «más instintiva» y cuestionaba la palabra de estas mujeres —imagino que mujeres que, como yo, han vivido en sus propios cuerpos la violencia obstétrica y no quieren que la vivan otras o vivirlas de nuevo si vuelven a quedarse embarazadas— argumentando que «mala praxis habrá, seguro, pero dar por sentado que un médico decide cortar una vagina porque sí o hacer maniobras por capricho me parece un modo muy injusto de poner en duda este pilar del Estado de bienestar». La cuestión es que esto no va de lo que nos parece mejor o peor, más exagerado o cierto. En junio de 2019, Dubravka ŠimonoviÄ, Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer de Naciones Unidas, presentó un informe sobre violencia obstétrica que decía que en España el porcentaje de episiotomía llega hasta el 89% y el de cesáreas al 21,8% (la OMS estipula un máximo del 15%). Me entristece que una escritora como El Hachmi, que ha colocado siempre en el centro de su literatura los relatos de las mujeres, ponga en duda la palabra de las madres. Solo hay que escuchar a las mujeres que nos rodean, preguntarles por sus historias de parto.
Esta es la primera vez que cuento en público mi parto. Se lo he contado a algunas amigas, porque el conocimiento de las mujeres parece no tener espacio en la academia. La sociedad no está dispuesta a escuchar algo que es incómodo y que cuestiona el Sistema Nacional de Salud y el trato que el personal médico da a las mujeres embarazadas. Nadie quiere oír hablar mal a una madre de su parto, «lo importante es que estáis los dos bien», te dicen. Y de un plumazo, tu voz y tu relato son silenciados, desaparecen. Cuando oyes a otras madres decir que fue el momento más animal de sus vidas, que sintieron cómo su cuerpo fue capaz de soportar el dolor y alumbrar a sus hijos, una punzada de dolor, de envidia, de tristeza y de culpa te atraviesa entera, como si te hubieran robado algo hermoso que había en ti.
Ibone Olza, psquiatra perinatal y una de las creadoras de El Parto es nuestro, publica en los próximos días el libro Palabra de madre (Vergara, 2022), donde confiesa que empezó «a ser consciente de la profunda escisión, de cómo los sistemas de salud han ignorado a las madres y negado sus experiencias y conocimientos, y de cómo la ausencia de ese conocimiento maternal ha dado lugar a una ciencia sesgada y en muchos casos dañina». El dolor es lo más soportable de todo lo que tiene que ver con el parto. Pero la violencia obstétrica, el maltrato a nuestros cuerpos, la culpabilización que vivimos muchas de nosotras no puede ser puesta en duda, es real y existe. Nosotras seguiremos contando nuestros relatos y alzando la voz porque la palabra de madre es una palabra legítima.