Por una vez concuerdo con Javier Marías -cosas de la cuarentena y el hastío- cuando dice al inicio de Tu rostro, mañana que: “uno no debería contar nada”. Durante las últimas dos semanas, entre cuidados, cambios logísticos, angustias y otras soledades debidas al coronavirus, he leído con mucho interés las columnas de mis colegas. La pandemia vista con perspectiva de género y de clase, los artículos científicos, los intentos por exponer herramientas psicológicas, los desahogos y las llamadas al ánimo. Todos me parecen bien. De todos he aprendido y hasta los que me indignan sirven para activar algo en mi cerebro que se va durmiendo por culpa del confinamiento. La rutina, la mía, no es tan diferente a la habitual, solo he perdido los aliviaderos, ese par de días a la semana en los que ocuparme de mis propios asuntos, poder trabajar sin mirar la hora y ver otras caras, tocar otros cuerpos.
Todo lo demás es hastío. Una gran nada que ni puede definirse como asfixiante. Mantener a las personas a mi cargo sanas es la única misión, lleva todo el día, pero son acciones contadas que no se diferencian en nada con las que eran antes de todo esto. Mientras, el tiempo, el murmullo de la radio, de la televisión, de la música y hasta de los libros. Todo es murmullo amorfo. La emocionalidad, en lugar de dispararse, se me ha quedado escuálida. He perdido a dos miembros de mi familia en lo que va de pandemia, la imposibilidad del duelo, mejor dicho, del ritual, no ha caído ni como una losa, ni como un mazazo, ni como nada. El dolor ha sido absorbido por un paso del tiempo fofo y muy poco épico.
Escucho las recomendaciones del Ministerio de Sanidad, las sigo como puedo y poco más. En medio de los aplausos de las ocho me siento un poco el mayor Tom al que le preguntan desde La Tierra si aún puede escucharles. El miedo a no poder pagar mi casa, a perder más trabajos, a perder más familiares o a enfermar se me ha hecho mediocre, como una escocedura en mal sitio. En ese abismo de la pena doméstica y enfrentando problemas realmente serios con cara de interrogación me encuentro.
Mi pandemia es una pandemia de moqueta y chándal barato que come pan de molde. Que va acumulando todos estos pesares, todos estos miedos, todos estos anhelos, todo este amor que no estoy dispensando para después, para cuando esto termine. Esto sí me da miedo, esta asepsia fea y con pelotillas, este vacío creciente e incrédulo, esta hiperconsciencia medio cínica que se me ha instalado y que me impide conmoverme como supongo que debería. O es un mecanismo de defensa o una huida hacia adelante que va a salir mal. Me gustaría aportar toda esa claridad que escritoras mucho mejores que yo están exhibiendo, todo ese análisis de la realidad que yo no alcanzo a ver en zapatillas de estar por casa.
Esta columna apela a la mediocridad, a la pesadez de miembros y de cabeza, a la distancia social que se ha hecho síndrome y a la incapacidad para reaccionar con fiereza, alegría o inteligencia suficientes. También sucede, espero que suceda, necesito que suceda para no sentirme una persona cuestionable. Si lo nuestro no va a ser la utilidad, que sea la comunión. A menudo leo cómo nos preguntamos unas a otras qué es lo primero que vamos a hacer cuando termine el confinamiento. Antes de los besos, de los abrazos, de los paseos, de esa cerveza fría al sol o de correr unos kilómetros, me gustaría despertar de este sueño de sudadera y calcetines gordos y llorar un mundo, sentir todo el miedo de golpe, experimentar el vacío de los que se han ido en toda su amargura, reconectar con ese mundo que ahora veo a través de unas cortinas feas, aburridas y no demasiado limpias. Siento no ser de más utilidad. Mi aportación es ser la columnista que no aportó cuando tocaba. Mucha suerte y mucha fuerza.
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