Incluso hasta poco después de que se hubiera decretado el estado de alarma había dirigentes políticos que seguían diciendo que España tenía el mejor sistema sanitario del mundo, algo que se venía repitiendo desde hacía años en el discurso público. El drama de los hospitales y de las muertes sin cuento deshizo en pocos días ese lugar común que nunca se había apoyado en datos contrastados. Como esa, otras expresiones de una soberbia nacionalista injustificada y tramposa por parte de políticos de todos los colores han quedado arrumbadas por una pandemia que no se ha parado ante florituras dialécticas. Y la realidad descarnada de un país con muchos fracasos y retrasos que se han venido ocultando durante años ha aparecido con toda su crudeza.
Ahora no hace falta insistir mucho en cuáles son los fallos del sistema sanitario. Dotación insuficiente de personal y de medios, serios problemas de coordinación y atrasos gravísimos en las inversiones están en el origen de la situación espantosa que se produjo cuando arrasó la pandemia, que convirtió en héroes ciudadanos a unos sanitarios que luchaban con medios escasos y que incluso se veían obligados a dejar morir a personas que en condiciones mejores se podía haber intentado salvar.
Los problemas que aparecieron de manera tan trágica no eran desconocidos por los sanitarios mismos. Llevaban denunciándolos desde hacía más de una década, desde que empezaron los recortes, a todo aquel que quisiera escucharlos. Pero sus denuncias no llegaban nunca a los grandes medios ni mucho menos incidían en los planes políticos de los partidos. Los médicos y enfermeras sabían cómo estaban las cosas, más de uno previó incluso el desastre que se iba a producir apenas empezaron a producirse los primeros casos de COVID-19. Pero nadie de los que podían hacerlo hizo nada.
Ahora han salido a la luz cosas terribles. Que faltan médicos y enfermeras en muchos hospitales y en la atención primaria. Que hay médicos que han tenido que firmar más de 20 contratos en un año. Que las condiciones salariales son muy distintas en cada comunidad y que en alguna de ellas –Madrid particularmente– ahuyentan a los profesionales hacia otras regiones y hacia el extranjero, mientras dirigentes autonómicos dicen que en España no hay médicos. Por otra parte, no hay aún conclusiones definitivas al respecto, pero todo parece indicar que no pocos gobiernos regionales han destinado buena parte de sus recursos sanitarios a apoyar a esa sanidad privada que se ha puesto de lado cuando ha llegado la pandemia, pero que sigue haciendo negocio con las limitaciones de la pública. Por ejemplo, con las pruebas PCR.
¿Va a cambiar algo de eso o el asunto quedará olvidado cuando pase el vendaval, para lo cual, según no pocos expertos, faltan dos años? No cabe ser muy optimista y más cuando está claro que desde ya mismo salir del agujero económico en el que ha caído España ocupará buena parte de los esfuerzos.
Pero la labor clarificadora de la pandemia no se ha quedado en la sanidad. El actual sistema de las autonomías ha mostrado crudamente todas sus deficiencias y la falta de razón de ser de muchos de los planteamientos en los que está basado. ¿Qué sentido tiene que haya políticas regionales y medidas distintas frente a un drama que golpea por igual, sin matices, en Singapur que en Edimburgo, en París que en Bilbao? ¿En donde han quedado los principios constitucionales de que más allá de las autonomías tiene que haber una unidad nacional en algunas cuestiones fundamentales?
El espectáculo de los últimos meses, en los que cada región ha ido por su cuenta contra la pandemia, menos durante el estado de alarma, paradójicamente vilipendiado por los partidos más centralistas, no necesita ser descrito. La mayoría de los políticos ha demostrado su mediocridad sin límites, cuando no su ineptitud: no han sabido más que echar culpas a los rivales y lo lógico sería que una nueva generación viniera a sustituirlos. ¿Pero alguien cree que eso va a ser posible?
Sin embargo, lo más grave es este nuevo fracaso del sistema de las autonomías. Ya en la anterior crisis, la de 2008, cuando salió a la luz el montaje de despilfarro y latrocinio que la mayoría de ellos había hecho con las cajas de ahorros, la irracionalidad del Estado autonómico apareció a la luz sin ambages. Y se dijo que modificarlo sustancialmente era una prioridad a la que no se podía renunciar. Y no se hizo nada.
Otro fallo clamoroso ha sido el del aparato del Estado. No pocos especialistas venían denunciando desde hacía años que era uno de los más ineficaces de Europa. Pero con la pandemia esa realidad ha explotado. Ni la administración central ni la autonómica han estado a la altura de las nuevas tareas que la situación les ha impuesto. No tienen forma de evitar los retrasos que son el pan de cada día y cada nueva iniciativa gubernamental o legislativa no hará sino agravarlos. En las últimas dos o tres décadas nadie ha querido reformar en serio la administración, salvo en alguna región como Euskadi, y eso ahora se paga.
¿Y qué decir del modelo económico español, que sin diferencias sustanciales han venido compartiendo el PSOE y el PP? Que la creciente dependencia del sector turístico era un peligro, una debilidad, como todos los monocultivos, era algo que no pocos expertos venían denunciando desde hace años. Ningún político les hizo caso. Los intereses electorales mandaban sobre todos ellos. Lo mismo ha venido pasando con los economistas que advertían que la falta de políticas de apoyo a las pequeñas y medianas empresas, y sobre todo a estas últimas, se volvería un día en contra de los intereses generales de España. Lo mismo que la existencia de una enorme bolsa de bajos salarios y de precariedad laboral.
¿Llegará el momento en el que pueda hablarse de esas cosas? ¿Habrá políticos con genio y visión de futuro suficientes para romper la inercia de la complacencia con que los que se han sucedido en el poder han contemplado desde hace mucho tiempo esos problemas, que sabían que existían pero que no les convenía abordar?
En España no se hacen reformas en serio desde hace más de tres décadas. ¿Propiciará la pandemia un cambio de rumbo? Habrá que verlo.