Cuando uno discute sobre el papel del Estado en la economía puede escuchar, si afina el oído entre el griterío de los contertulios, casi cualquier cosa. Palabras como neoliberal, capitalista, perroflauta y comunista (con sus variantes marxista y bolivariana) se han convertido en neologismos que designan de manera peyorativa al que no comparte nuestra visión sobre el orden económico y social. Incluso la expresión gente normal ha dejado de ser neutra, por oposición al término casta.
Entre bandera y bandera se entremezclan, a menudo, tres cuestiones fundamentales: la definición de las reglas del juego, la búsqueda de la eficiencia y el dilema de la justicia económica.
La primera cuestión tendría que estar cerrada desde que John Locke y el barón de Montesquieu expusieron su visión sobre la separación de poderes en el Estado moderno. Sabemos que no lo está. Pero si la política económica no se discute con rigor y transparencia, si no se legisla de la mejor manera, si no se ejecuta en tiempo y forma o, directamente, no se hace cumplir, no es responsabilidad intrínseca de ningún sistema económico concreto (tampoco del capitalismo). Es consecuencia del buen o mal funcionamiento de las instituciones y de su calidad democrática.
El segundo asunto con el que nos enredamos, a menudo de manera estéril, es el concepto de eficiencia. Se puede y se debe opinar sobre qué nos parece justo o injusto, como veremos más adelante, pero resulta más difícil discrepar sobre qué es o no eficiente. La economía como ciencia social proporciona criterios que permiten reducir la subjetividad de este debate, desde los trabalenguas de Pareto hasta los métodos econométricos de funciones hedónicas usados en el análisis coste-beneficio.
Uno de esos criterios recibe el nombre de “competencia perfecta” que, si bien es una construcción teórica difícil de encontrar en el mundo real, nos proporciona información esencial. En concreto, describe las condiciones en que los intercambios de bienes y servicios se realizan de manera colectivamente óptima (expresión que quiere decir lo que parece).
Fomentar la competencia se traduce, en la práctica, por eliminar las barreras de entrada y salida a los mercados, prevenir y sancionar las prácticas colusivas, poner coto a los privilegios de ciertos sectores de actividad (sean farmacias, notarios, registradores o floristerías), combatir las asimetrías de información, regular los monopolios naturales, incentivar la corrección de externalidades, etc.
Ahora bien, a pesar de sus muchas virtudes, la brújula de los mercados competitivos no es infalible. Algunos economistas y muchos falsos liberales tienen dificultades en aceptar que hay determinados bienes que no pueden ser ofertados por la iniciativa privada. Nos guste o no, sin impuestos, únicamente con las reglas del mercado, es imposible financiar la administración de justicia, la defensa nacional, la seguridad ciudadana y la sanidad, la educación y la cultura universales (los mercados sí pueden financiar algunos de estos servicios básicos, pero restringirán su acceso vía precio, cantidad o calidad).
Además, en términos de eficiencia, los mercados competitivos se enfrentan a otra limitación importante. No consideran aquellos bienes y servicios que tienen valor pero carecen de precio, especialmente los ecológicos y los medioambientales. Al no tener en cuenta el coste social ligado a su explotación (a veces difícilmente cuantificable), si no existe alguna autoridad reguladora este tipo de recursos corre el riesgo de ser sobreexplotado.
El dilema de la justicia económica
Promover la eficiencia es fuente de discrepancia y debates encendidos, pero nada comparable al tema de la equidad o justicia económica, la tercera de las cuestiones que más nos altera cuando hablamos del papel del Estado en la economía.
Son muchos los que se han adentrado en este terreno, desde los tiempos de Aristóteles (justicia distributiva y justicia conmutativa) hasta los más recientes de John Rawls (justicia como equidad) y Amartya Sen (economía del bienestar social). Lamentablemente, aunque todos podemos calificar una situación como justa o injusta, no existe un criterio objetivo universal de qué se entiende por justicia económica. Por eso hacen falta normas de arbitraje nacidas de un acuerdo social, lo que nos remite a la cuestión del correcto funcionamiento del Estado de derecho.
Conviene no olvidar que los mercados, cuando son competitivos, tienen cierta habilidad para distribuir rentas de manera equitativa. En este tipo de mercados el resultado final depende fundamentalmente del esfuerzo y el talento de cada individuo, al menos sobre el papel. La distribución de rentas se consigue, además, de manera descentralizada (no depende de la arbitrariedad de ningún individuo u órgano colegiado). El problema de este paradigma es que tiene algunas carencias muy evidentes en el mundo real.
Por una parte la situación de partida en el tablero económico dista mucho de ser la misma para todos los individuos, muchos de los cuales parten con una desventaja económica insalvable incluso en varias generaciones. Por otra parte, nadie está al abrigo de un golpe de mala suerte: una enfermedad, un drama familiar, una catástrofe natural… Los mercados no tienen solución satisfactoria para esto. Si pensamos que no es admisible fiarlo todo a la solidaridad familiar o a la caridad, tendremos que admitir que sea el Estado quien articule una respuesta digna.
Y así llegamos al quid de la cuestión. Cuando se afirma que la intervención pública en los mercados genera distorsiones en la economía se está diciendo, con razón, que existe un precio a pagar en términos de eficiencia a cambio de mayor equidad. El conflicto tiene doble filo, ya que ni lo eficiente tiene por qué ser justo ni lo justo tiene por qué ser eficiente. ¿Dónde está el equilibrio?
La solución a este dilema, que no es exclusivo del capitalismo, no es una mera cuestión de voluntarismo político. Sin embargo, existen sobradas evidencias de que la mejora en la distribución de la renta en las economías occidentales durante buena parte del siglo pasado está directamente relacionada con la participación activa del Estado a través de sistemas fiscales progresivos. Fue una herramienta esencial para el nacimiento de las llamadas clases medias que, pocos lo negarán, constituye un hito del desarrollo económico.
El pensamiento predominante durante aquel periodo fue el socialdemócrata, otra palabra que sumar a la lista de armas arrojadizas con la que empezábamos este artículo. El problema es que, a fuerza de espolvorearse la cara para no llamar la atención en los salones de Versalles, buena parte de las clases medias que nacieron entonces han terminado por darle más importancia a los bailes de salón que a las razones que alumbraron su nacimiento. De ahí su derrota ideológica, con Margaret Thatcher y Ronald Reagan como precursores de un nuevo paradigma que perdura hasta nuestros días.