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Parece que hay más de uno con problemas singulares

Protesta a raíz de la sentencia contra La Manada

María Eugenia R. Palop

Tiene un problema singular quien observa “actos sexuales en un ambiente de jolgorio y regocijo”, donde hubo una violación; quien observa expresiones de placer donde una víctima reconoce dolor; quien defiende que aún en las relaciones no consentidas puede “llegar a sentirse y expresarse una excitación sexual meramente física en algún momento”, y cree que esas esferas psicológicas internas tienen alguna relevancia jurídica.

Tiene un problema singular un juez que se preocupa más de las reacciones de una víctima de violación que de la conducta de sus agresores; quien dicta sentencias utilizando argumentos discriminatorios y sexistas, basados en prejuicios y estereotipos de género, y sin respetar el principio de igualdad. Suscita perplejidad el juez que duda del testimonio de una víctima, pero se muestra magnánimo con sus agresores, convencido de que, por lo que ve en un vídeo, “todos creen que ella participa con ellos en lo que están haciendo”. O sea, que los engañados son ellos y que lo relevante es lo que ellos creen, no lo que cree ella. Y suscita perplejidad que este juez no aprecie en esa supuesta falta de consciencia lo que otras llamamos “cultura de la violación”. El hecho de que La Manada se pensara protagonista de una película porno en la que su fuente de excitación era la dominación y el control del cuerpo de su presa no debería generar empatía y comprensión ni, desde luego, utilizarse en un juicio como una atenuante exculpatoria. Sin duda, hay un problema singular en este voto particular.

Pero también tiene problemas singulares el ministro Catalá, reprobado por el Parlamento y al que las siete asociaciones de jueces y fiscales acusan de “intromisión” en la labor del CGPJ y de crear una “confusión intencionada de intereses electorales”. El mismo ministro que se adelantaba a los movimientos de Llarena y ahora habla a partir de simples cotilleos (quizá todos consultan al mismo tarotista). Problemas tiene, cuando menos, de incontinencia verbal, aunque su desencuentro con jueces y fiscales tiene que ver también con el recorte a los plazos de instrucción, el papel cero, los fallos de LexNET o las reivindicaciones laborales de quienes hoy le amenazan con una huelga para el 22 de mayo. Con todo, su mayor problema es el de haber pretendido desviar la atención, buscando un cabeza de turco, para no ocuparse de la falla estructural que padece nuestra Administración de justicia; una falla en la que él y su partido han venido profundizando en estos años con notorio entusiasmo.

Tiene problemas singulares el CGPJ (y Lesmes, su presidente) que ha posibilitado polémicos cambios en la Audiencia Nacional, como la convocatoria de plazas por la que Pablo Ruz dejó el caso de la caja B del PP o el nombramiento de Concepción Espejel como presidenta de la Sala de lo Penal a pesar de haber sido apartada del juicio de ese mismo caso y del resto de la Gürtel por su proximidad al partido en el Gobierno. Problemas de esquizofrenia que son fáciles de apreciar en su apelación a la moderación, la prudencia, la mesura y la responsabilidad institucional “para evitar la utilización política de la Justicia” y en la que ha exhibido una exquisitez y una sutileza moral que hemos echado de menos en un sin número de ocasiones.

Al CGPJ no le gusta que “sus” jueces sean sometidos a un escrutinio democrático y ha decidido eludir la autocrítica y llamar al cierre de filas, en lugar de reflexionar sobre un voto particular singularísimo o pensar acerca de las razones por las que una multitud ha dejado ya de confiar en una justicia que el Consejo no ha sabido arbitrar. Parece que lo prioritario ahora es salvaguardar la impunidad de las togas en lugar de cambiar el rumbo de una jurisprudencia que ejecutan jueces con nombres y apellidos, y que cuando habla de violencia invisibiliza e inferioriza con frecuencia a las mujeres.

Tiene problemas singulares el Partido Popular que, en caliente y a golpe de populismo punitivo, plantea una reforma del Código Penal que tuvo la oportunidad de abordar en 2015, cuando instauró la odiosa prisión permanente revisable, elevó las penas por asesinato y homicidio, retocó aspectos penales sobre la violencia de género e introdujo nuevos tipos respecto a la libertad sexual. El mismo Partido que no invierte un euro en el Pacto de Estado, que desconoce el Convenio de Estambul y que elude crear un marco normativo para abordar integralmente las diferentes formas de violencia que sufren las mujeres. Un Partido que ningunea la formación feminista en las mismas Facultades de Derecho en las que se estudia Derecho Eclesiástico y que no tiene ni la menor idea de lo que es o significa adoptar una perspectiva de género.

Tienen problemas singulares las asociaciones de jueces y fiscales que actúan de manera corporativista criminalizando, sin más, el activismo social, como si no fuera posible criticar las actuaciones judiciales sin incurrir en el más burdo retribucionismo; como si la “turba” de mujeres representara, por definición, un peligro que hubiera que contener, cuando quizá esa “turba” sea el fruto de una inteligencia colectiva atesorada gracias a la impresionante distancia que existe entre lo que los jueces reconocen como violencia y lo que ellas experimentan como tal. Obviando que las mujeres no piden un incremento de las penas, ni siquiera, necesariamente, una reforma de código penal, aunque pudiera ser recomendable, sino una adecuada calificación de los hechos; una calificación que podría haberse dado en este caso sin modificar una coma en la normativa aplicable. Obviando que quizá la “turba” violenta sea la que representa La Manada y todos los varones que imitan, exculpan y encubren a sus integrantes. Obviando que quizá la violencia no esté en las calles sino en los juzgados, por más que los habiten amigos y personas conocidas y normales, que no tienen problemas singulares.

Hace mucho que las mujeres conviven con extraños conceptos de “normalidad”, entre otras cosas, porque sus agresores son también personas muy normales. Y ya sabemos que los conflictos semánticos sobre la normalidad, como sobre el consentimiento o la intimidación, no son nunca solo eso. Como sabemos también que las “violencias” se aprecian más y mejor cuando están lideradas por mujeres “histéricas”, que cuando las ejercen amigos y colegas cercanos que, además, figuran como “expertos” o eminentes oráculos de indudables habilidades técnicas. Lamentablemente, este último es uno de esos problemas singulares socialmente compartidos a los que las mujeres llamamos patriarcado y que han convertido nuestros cuerpos en cotidianos campos de batalla.

En fin, lo cierto es que no deja de resultar singular que haya tantísimas singularidades en este país y que todas ellas sean tan singularmente compartidas por tantas insignes personas singulares.

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