Mis hijos, mi hijo, también me lo ha quitado esta crisis. Soy una madre desahuciada de su condición.
(María Fernanda Ampuero, escritora)
“Mira, si nosotros no apostamos por la vida, ¿para qué carajo hacemos una revolución?”.
(Imar Lamonega, militante argentino desaparecido)
Hace ya algún tiempo, cada vez que una mujer joven me pregunta qué me parece la idea de tener hijos, le contesto que no quiero contestarle. Si es amigueta y se empeña en insistir, le pregunto si de verdad de verdad quiere que le responda. En caso afirmativo, le contesto que me parece una mala idea, una idea de mierda. Acto seguido, como yo tengo dos hijos, me veo en la obligación de anotar al margen que los quiero mucho, que me hacen feliz, y todos esos etcéteras maternales que cubren a la desalmada que llevo dentro con un velo de disculpa. Añado, porque para eso me lo ha preguntado insistentemente, que creo que en nuestra generación las mujeres hemos sido educadas como hombres, para ser hombres, y que en casi todo seguimos y se esperan de nosotras patrones masculinos, entre los cuales no está, claro, la maternidad. Eso genera una frustración mezclada con rabia negra y un constante conflicto sexualaboral, por así llamarlo, macedonia de sentimientos peludos que, no nos engañemos, vas a sufrir tanto si decides parir como si decides lo contrario, y en ambos casos, fruto de tu decisión. O sea, que hagas lo que hagas, pica y rabia, pero con una diferencia que considero sustancial: Si no eres madre, te la comes —o te la bebes, que también es común— tú solita; si tienes hijos, más vale que no te la bebas, y te la comas a escondidas por la noche, o en la ducha. Pues eso, sustancial.
Dicho esto.
A raíz de la publicación de mi libro A la puta calle, que es una crónica sin contemplaciones de mi propio desahucio, la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero me mandó un mensaje. Era un mensaje brutal, doloroso y sincero, un mensaje en pelotas: Tras leerme, había decidido no tener hijos. Concluía con las siguientes líneas:
Mis hijos, mi hijo, también me lo ha quitado esta crisis. Soy una madre desahuciada de su condición. Es lo mejor, claro que es lo mejor. No se puede ser tan irresponsable. Hace meses que arrastro una tristeza gigantesca como una pantufla vieja. Hace meses que siento que soy vieja y yerma. Y se me encoje el corazón cuando veo a una familia.
Esto le contesté:
Querida,
no sé qué decirte. Por supuesto, a todas aquellas mujeres que me preguntan si tienen hijos (amigas, compañeras...) les digo que no. Pero que no sea por la crisis. Que sea por definición de vida. Toda la historia de la humanidad la inmensa mayoría de las madres han sido puñeteramente pobres. Educar a un hijo en la pobreza, hoy lo sé, no es malo. Educarlo en la imbecilidad del consumo y la sobreabundancia es mucho peor.
El 20-22 debo abandonar la casa. Nadie me quiere alquilar un piso. Disperso a la familia. Mi hijo, con su padre, que vive en otra localidad. Mi hija, con su abuela, también lejos. Yo me meteré donde me den una habitación y seguiré remando y mordiendo y peleando con uñas y dientes, por ellos y por mí y sobre todo para que ellos lo vean y lo sepan, para que aprendan que vivir no es esa cosa muelle y amorfa que creímos, sino una lucha constante por lo que queremos y por aquello en lo que creemos.
No sé si vale esto. Es lo que tengo.
Beso fortísimo y muchas gracias por tu lectura.
C.
Mi situación personal ha cambiado, ya no tengo que dispersar a los hijos, gracias a que una periodista me ha ofrecido su casa para pasar todo el año que viene, con una generosidad que me conmueve hasta el tuétano. En lo demás, pienso lo mismo.
De hecho, pienso mucho últimamente en toda la telaraña que, escudándose en esto que llaman crisis tejen alrededor de eso que llaman “jóvenes”. Entre los muchos hilos pringosos —otro día le hinco el diente al concepto “paro juvenil”, bonita excusa de precarización—, lo referente a los hijos, familia y pareja mediante, está resultando salvaje. Y hay que ver qué silencio alrededor.
El mensaje es el siguiente: Con la que está cayendo, con la aterradora crisis que te toca y tocará, lo más sensato es que renuncies a formar pareja, a formar familia, porque tú eres un ni-ni, y por supuesto permaneces, “como es normal”, en casa de tus padres. Con eso consiguen, de paso, un par de cosas. Cosa 1: Que te eternices asido al puchero materno y por lo tanto no salgas a protestar ni a reclamar tu derecho a ser adulto, a ganarte la vida, a construir. Cosa 2: Que la maternidad se convierta en una bonita pieza de ciencia ficción.
.Ojo, que ya he escrito más arriba lo que opino sobre los hijos y la mujer actual. Sin embargo.
Sin embargo, en Calcuta y el altiplano boliviano, en las aldeas de la región de Xinjiang y en Ruanda, en Groenlandia y en la selva amazónica, en los barrios más extremos de Nueva York, Moscú, Shangai y el DF nacen niños, y en las dictaduras criminales, caníbales, y en las guerras y posguerras. Oh, qué sorpresa. Nacen y crecen, sí, aunque los defensores del ultraconsumo imprescindible no den crédito, nacen y además su existencia, en general, no discurre en la más profunda de las desdichas.
Hemos acabado creyendo solo puede nacer, porque solo así puede ser feliz, con un futuro asegurado de regalazos en fiestas “Anamato” de cumpleaños, Baby Einstein y Nintendo y la habitación de los juguetes y la del ordenador y la de la tele y diez ternos nuevos por temporada y las colonias y bicicleta de trinca con casco y dormitorio de peli (de terror) americana y vacaciones en el mar… Y una mierda. Absolutamente nada de eso supone felicidad para un hijo. Absolutamente ninguna felicidad. Un hijo solo necesita en esta sociedad un palo, arena o tierra, parque, playa o monte, lo que le quede más cerca, un lápiz y todos los libros de la biblioteca pública más cercana.
Por eso, porque el consumo es una filfa, y entre todas las filfas la peor es la del consumo infantil, respondí lo que respondí a María Fernanda Ampuero. Que puede tener hijos, claro que sí, que ser pobre en esta sociedad, incluso paupérrimo, es ser muy rico en otras donde crían sin remilgos, y que, si quieres, si de verdad es eso lo que quieres, no puedes permitir que la construcción de esta cagarruta que habitamos sobre un consumo tan idiota como obsceno te prive de la maternidad. Donde vives tú, vive tu hijo. Donde comes, come él y cabe allí donde tú duermes.
Agradezo mucho a Ampuero su sinceridad y esa carta que me hizo pensar en todo esto. Gracias a ella, cuyas dudas entiendo profundamente, he reparado en estas cosas, que se nos suelen escapar. Luego, ayer publicó este artículo en FronteraD.
PD.
Cuenta el escritor argentino Raúl Argemí que, antes de caer preso, cuando empezaban a militar, él era de la opinión de no tener hijos. Digamos que la dictadura y la represión constante no resultaban alentadoras. Un compañero llamado Imar Lamonega, luego desaparecido, padre de tres hijos, le respondió: “Mira, si nosotros no apostamos por la vida, ¿para qué carajo hacemos una revolución?”.