Las constituciones pueden quedarse anquilosadas o tener una reformulación sin cambiar una sola palabra. Esa modificación por vía de interpretación es conocida como “mutación constitucional”. A ella me referí en un artículo publicado en eldiario.es hace un año: Ya modificaron la Constitución por la vía de atrás.
Allí trataba, sobre todo, acerca de la relectura restrictiva de derechos en una aplicación manifiestamente de retroceso tanto en lo que son libertades individuales esenciales (expresión, manifestación, etc.) como las que tienen una dimensión social. Pero ahora quiero retomar la idea en relación con otro de los ejes del sistema constitucional del 78.
Me refiero a la definición de la forma política del Estado español como un sistema parlamentario. Frente a estos, otros países: EEUU, Francia, etc. se inclinan por el presidencialismo. En este, el poder ejecutivo, particularmente el presidente, asume amplios poderes y no está tan condicionado al Parlamento. Por supuesto, este hace las leyes pero la legitimidad del máximo mandatario deriva de una elección popular directa lo cual le refuerza en su estatus de mando y poderes.
En el caso de los sistemas parlamentarios, es en cambio esta institución la única que tiene legitimidad democrática directa y es ella, en el caso español, el Congreso, que a través de los representantes elegidos por el pueblo votan a quien va a ser el presidente a través del proceso de investidura. Ello, supone una vinculación directa del presidente de Gobierno con las Cámaras, que no sólo elaboran las leyes sino también le controlan a él y a su gobierno a través de variados mecanismos, pudiendo retirarle incluso la confianza.
Pues bien, esa opción por un sistema parlamentario (artículo 1.2 de la Constitución) y esa primacía de las Cortes sobre el Ejecutivo se ha ido desnaturalizando. Ha ido mutando por vía de una crisis parlamentaria y de los sistemas representativos dominados por una férrea partitocracia que disminuye el papel individual de los diputados. Pero también porque ha ido reforzándose el papel del Ejecutivo hasta el punto en que ha cercenado el sistema parlamentario por el que optó claramente la Constitución.
Tres ejemplos muy claros quiero poner como muestra de ese retroceso que en los últimos cinco años se ha acelerado y que constituyen manifiestas distorsiones del sentido constitucional inicial.
El primero se refiere a lo que durante los primeros cuatro de Rajoy fue una práctica viciosa constante: la asunción de la potestad legislativa por el Gobierno, hurtándosela al Parlamento. Ese Gobierno tenía mayoría absoluta y podía haberla utilizado sin ningún problema para aprobar sus propios proyectos de ley. Pero no. Prefirió utilizar de una manera abusiva una facultad que está diseñada como excepcional en la Constitución.
En su artículo 86 se permite que el gobierno pueda dictar normas legislativas “provisionales” en forma de Decretos Leyes pero sólo en los casos de que exista una necesidad en la que concurran dos requisitos: que sea “extraordinaria y urgente”. Pues bien con esta justificación, el Gobierno del PP abusó de una manera desmedida de esta facultad. Ningún gobierno en 39 años hizo tal utilización constante. Ha batido todos los récords. Nada menos que en 73 ocasiones de 143 leyes.
Se invocaba de modo constante este precepto constitucional para aprobar sorpresivamente normas donde la necesidad urgente y extraordinaria no existía y la excusa de la “crisis económica” era una cobertura para restringir, sobre todo, derechos de los ciudadanos, socavando la seguridad jurídica. Además, con esa forma de actuar se evitaban informes preceptivos y se lograba que al día siguiente tuvieran fuerza obligatoria al ser publicados en el BOE. La convalidación posterior de la Cámara era un trámite.
La segunda manifestación de la erosión del “sistema parlamentario” es la que se aplicó en la segunda etapa del Gobierno Rajoy: cuando se convocaron elecciones y el Gobierno quedó “en funciones”. Sobre ello, y mientras que dure la situación –que aquí se prolongó durante un año–, el Ejecutivo debe dirigirse a facilitar el normal desarrollo del proceso de formación del nuevo Gobierno y el traspaso de poderes. Su gestión queda limitada al despacho ordinario de los asuntos públicos, absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya acreditación expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas.
Pues bien, tal situación de interinidad viene consagrada en la propia Constitución, concretamente en artículo 101 y desarrollada en la Ley del Gobierno de 27 de noviembre de 1997. Es, pues el Ejecutivo el que queda en funciones, pero no por ello se puede extender este concepto a unas Cámaras parlamentarias recién elegidas. Ninguna normativa ni constitucional ni ordinaria contempla unas “Cortes en funciones”.
Sin embargo esto es lo que el Gobierno extendió. Así, sin ninguna cobertura legal, se limitó el control del Gobierno. Este se negó sistemáticamente a dar cuenta en el Parlamento de sus actuaciones en ese periodo, aunque estuviesen limitadas. Se negó a que legislase o se iniciasen procesos legislativos y todo quedó minimizado a unas declaraciones de brindis al sol sin ningún valor. Las Cortes resultaron maniatadas y se produjo una aplicación muy restrictiva de lo que es el teórico “sistema parlamentario”.
El tercer caso evidente de retroceso parlamentario es la actual situación respecto el constante veto que está aplicando actualmente el Gobierno respecto la capacidad de iniciativa legislativa de los grupos parlamentarios que se reconoce en el artículo 87 de la Constitución. A tal fin, se invoca el artículo 134.6 de la Constitución donde se dispone que “Toda proposición o enmienda que suponga aumento de créditos o disminución de los ingresos presupuestarios, requerirá la conformidad del gobierno para su tramitación”.
La aplicación que de ello se está haciendo, supone una perversión de lo que es España según la Constitución: “Un sistema parlamentario”. Además de lo inaudito de esta constante forma de actuar del Ejecutivo actual, lo que resulta aún más que desolador es descubrir que esa previsión constitucional tenga su origen en una de las leyes Fundamentales del régimen franquista. Concretamente, esta limitación proviene de la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967. ¡Cuando gobernaba el general!
Pues bien, es el artículo 54.2 de esa Ley de 1967 el que expresa que “Toda proposición de ley o enmienda a un proyecto o proposición de ley que entrañe aumento de gastos o disminución de ingresos, necesitará la conformidad del Gobierno para su tramitación”. Triste es comprobar la identidad del precepto de esa norma de un régimen dictatorial con el que nuestra Constitución formalmente democrática dispone. Pero, como apuntábamos, lo tremendo es la utilización recurrente de este mecanismo de veto por el Gobierno de Rajoy a diferencia de otros gobiernos que en 39 años apenas la han utilizado.
Así, es claro que tanto las limitaciones como, sobre todo, las bondades de la Constitución se han pervertido en lo que era un “sistema parlamentario” en una muestra más de retroceso democrático.