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El partido judicial

El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, el presidente de la Xunta, Alfonso Rueda, y el líder nacional del PP, Alberto Núñez Feijóo, en un acto en Vigo.

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Como buen partido antisistema que es, el PP lo que pretende es destrozarlo, siempre que no lo pueda dominar. Como el niño de la pelota. O, parafraseando a Montoro, que se caiga el sistema, que ya lo recogeremos nosotros.

Esto es lo que está pasando con la renovación del CGPJ. Con 46 meses caducado, casi 70 cargos judiciales por nombrar (17 del TS) y subiendo, el PP, inmutable, dice que no se puede renovar el órgano de gobierno de los jueces porque hay que cambiar la ley en su sistema de nombramiento. Que parezca que vira, exigiéndolo ahora inmediatamente después del desbloqueo, no contradice la realidad. Veremos. En el colmo del cinismo, hay que cambiar la ley que el PP impuso, con su rodillo absoluto, para poder ahondar en la esfera de irresponsabilidad de los miembros del Consejo. En fin, el sistema de elección de los vocales del Consejo es el que dictó el PP y ahora, porque no puede mover a su antojo todos sus hilos, quiere cambiar -desde la oposición, lo que recuerda a otros- el mecanismo que él creó.

Con tal mecanismo y una fuerte tradición de sagas político-judiciales, donde familias enteras vienen ocupando secularmente -no es exageración- las élites del poder judicial, el PP, en una nueva contradicción, resulta ser simultáneamente el partido antisistema y el mascarón de proa del partido judicial.

Porque el PP utiliza el arco del triunfo para que pase por ella la Constitución de la primera a la última letra, en todos los terrenos. ¿Por qué puede hacerlo ahora? Porque lo ha hecho antes. Esto es, por la impunidad: sus acciones u omisiones tienen coste político, jurídico y, en buena medida, mediático, cero. Políticamente, bien sazonada mediáticamente, parece que, según las encuestas que le van relativamente bien, se diría que la ciudadanía que lo apoya o no se entera o ya le parece de perlas este filibusterismo de la peor estofa.

Jurídicamente, el PP de Rajoy llevó a cabo una exitosa empresa, sin parangón en el mundo occidental, en la que todos los mecanismos de control, desde el Parlamento hasta las diversas agencias públicas de verificación económica, pasando por el TC, el Tribunal de Cuentas o el CGPJ, estuvieran en sus manos con sólidas mayorías. Por ello ni una sola de sus decisiones, por peregrina que resultara, fue revocada o puesta en tela de juicio. Tal era su influencia en las designaciones de los integrantes de todos los organismos de control. Como en una dictadura: ni una sola disidencia: de la propia reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial a la ley mordaza o a la dinamitación laboral. De ahí lo insólito de la política española: el PP tuvo y ejerció el poder absoluto sobre el estado y sus instituciones.

Para ello se sirvió tanto de sus militantes como de afines o de estómagos agradecidos. Un ejemplo claro, pero ni el único ni el más llamativo -el más llamativo fue el del presidente del TC, Pérez de los Cobos, militante oculto del PP, asesor de la reforma laboral y dictaminador final de su constitucionalidad- es el de Carlos Lesmes, tal como en su pieza del último martes, nos rememoraba Ignacio Escolar. En síntesis, de sus casi 40 años de juez, 28 los ha pasado en puestos de designación del PP. ¿Qué le podía salir mal al PP con funcionarios ejecutivos de este perfil? Nada, absolutamente nada. La alianza entre el PP y el partido judicial, esto es, la parte de la cúpula de los jueces que más añora el pasado, es una sociedad de favores mutuos, a la que ahora se debate en continuar impulsando, para asegurarse más impunidades en el futuro, al partido judicial o, sin que sirva de presente, volver a la senda constitucional, no al modo de Fernando VII, sino con un mínimo de decencia. Está por ver si seguirá tirando al monte o trabajando, en esta caso, para aliviar el servicio público esencial de la Justicia, de modo que esté mínimamente acorde con lo que la sociedad demanda en un estado social y democrático de Derecho, que es el que mandata la Constitución, no el mero estado de leyes de los temarios de oposiciones.

El dilema, pues, está servido: o un cumplimiento mínimamente satisfactorio de la Constitución en cuanto a garantizar el funcionamiento de las instituciones constitucionales, fomentado el diverso equilibrio y contrapesos entre ellas o seguir en manos del partido judicial.

Este partido, formado por una élite no elegida de jueces, fiscales y magistrados que se creen el Estado por encima del Estado, es ajeno a la Constitución, salvo que esta le sea favorable. Aparte de ella, pues siempre han vivido al margen del Derecho, no le quita ni la conciencia ni el sueño. Normalmente está integrada por sagas de altos funcionarios, de la Justicia o de la Administración, frecuentan las puertas giratorias, más bien comunicantes, entre una y otra. Y, además, está ensartada como en una ristra, por un vínculo ajeno al control del gran público: las oposiciones, que pivotan sobre los preparadores de oposiciones, ya altos funcionarios. 

Ciertamente, para entrar en los grandes cuerpos de servidores públicos ha de practicarse la fiesta nacional de las oposiciones. Al final, pese algunos cambios en los formatos, la prueba decisiva es un extenso temario, para lo que aquí interesa, de todas las ramas del Derecho, con poca mención del constitucional y del europeo. Estas oposiciones se preparan durante una media de cuatro años. El quid de la cuestión: la preparación no se hace en solitario. El opositor tiene un preparador, al que le va cantando, así es el argot, los temas cuya memorización se va ampliando hasta adquirir el dominio integral del temario  o, probando suerte, de una parte significativa. El vínculo emocional entre opositor y preparador dura todo la vida y más allá, en demasiadas ocasiones, de la relación entre maestro y discípulo, especialmente cuando según que preparadores van ascendiendo en el escalafón. Estos vínculos, una vez, el opositor ya es juez o fiscal, sirven como antena que alimentan el corporativismo, nervio indeleble del partido judicial. Quizás ello explique, en parte, que las protestas de la judicatura no hayan ido más allá de las protestas contenidas en comunicados de las respectivas asociaciones profesionales de jueces y fiscales. 

En consecuencia, el comportamiento del PP es congruente: teme perder su escudo, si se revela. Se dirá que el PP ha recibido condenas. Verdad a medias. Quedan muchos juicios pendientes y la cúpula pepera, la que ha venido gobernando los últimos 20 años, salvo algún tirón de orejas a alguna despistada, no se ha visto seriamente afectada. Desde el CGPJ, debidamente instruido, se ha intentado manipular hasta lo indecible la provisión de plazas en propiedad o temporales desde donde se debían preparar o enjuiciar los procesos anticorrupción. Ello, por si fuera poco, sin contar con el dominio pepero de la maquinaria de la Agencia Tributaria o de las policías judiciales varias. A estos juegos se ha prestado el partido judicial y, como todos los servicios, han de ser abonados. 

Todo este entramado disfuncional tiene tres graves consecuencias. La primera, ante la opinión pública, que no distingue entre órgano de administración de justicia -el Consejo- y Poder judicial -todos y cada uno de los jueces-, la Justicia se desacredita. Por si fuera poco, en segundo lugar, el público y los profesionales del derecho ven cómo se deteriora el servicio público destinado a resolver los conflictos interpersonales y con los poderes públicos. Y, en tercer lugar, desautoriza a la inmensa mayoría de jueces independientes, que con todos sus defectos y virtudes y con todas sus procedencias y ambiciones, intentan hacer bien su trabajo. Tal como está el partido judicial, lo que se hace es tirar por la borda las garantías elementales del estado constitucional.

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