Podemos notar que estamos en una sociedad de consumo sin medida, que requiere una cantidad enorme de materia prima y de recursos y, en mi opinión, abocada al fracaso, cuando vemos la cantidad de basura que generamos. No se hablará en este artículo de los restos de alimentos, o de la comida que se echa a perder porque no nos da tiempo a consumirla, ni de los plásticos y envases, el tipo de residuo que más ocupa en los hogares y que hay que retirar con mayor frecuencia. Tampoco se hablará sobre los cristales, o vidrios de un sólo uso, que no podemos seguir acumulando en casa después de haber guardado los cuatro o cinco que utilizaremos, ni del cartón o papel, que la publicidad y desde hace algunos años (¿meses?) los envíos a domicilio han incrementado de manera alarmante. Finalmente, no hablaremos de ese “resto” donde van un montón de elementos de un sólo uso y de utilización cotidiana como pañales, servilletas de papel y un largo etcétera. De todo esto hay buena bibliografía como la obra de Elizabeth Mazzolini, de la que podríamos destacar “El Efecto Everest”.
De lo que sí se hablará, en este caso, es de muebles, aparatos electrónicos, juguetes y otros elementos, por ejemplo los que utilizan niños y niñas, tales como tronas, sillas de coches, mesas y sillas adaptadas a su altura, y demás. Y es que llama mucho la atención cuando se ven por la calle este tipo de objetos en la basura. Personalmente, me suelo fijar en lo que hay, pero a mi alrededor ya me han llamado varias veces la atención: “¿qué miras ahí? Eso es basura”, “deja eso, no lo toques, es basura”. Por suerte, existe una norma no escrita o una tradición que seguimos muchas personas, y que supone que aquello que funciona, pero que ya no se quiere utilizar por el motivo que sea, se deja fuera de los contenedores, a un lado, por si alguien quiere hacer uso de ello.
Pero está mal visto recoger algo de la basura, como explicaba. ¿Por qué está mal visto? ¿Qué puede tener de malo recoger de la basura una impresora, una mesa o un juguete que alguien ya no quiere usar, pero que está en buen estado de funcionamiento? ¿Por qué algunas personas ven mal recoger y usar lo que otros ya no quieren? ¿De verdad necesitamos en casa una impresora nueva para imprimir unos pocos folios al año? La tecnología va avanzando y los elementos se quedan obsoletos tan rápido que, de un año para otro, tenemos en el mercado una impresora más potente, o con menor consumo de tinta, o que ocupa menos espacio con más funciones, o simplemente con un diseño diferente que la hace parecer más moderna y, por tanto, la que tienes en casa parece antigua y hay que sustituirla, aunque funcione. ¿El planeta puede sostener que se fabriquen tantas impresoras y luego se tiren sus componentes a un vertedero? ¿Supone esto un avance de la humanidad?
El caso de las impresoras es paradigmático. Si se llama o se acude a un servicio técnico con una impresora preguntando por un presupuesto para arreglarla, lo normal es que te digan que no merece la pena, que es “mejor” comprar una nueva. Y cabe preguntarse ¿mejor para qué, para quién? ¿Para la usuaria doméstica que imprime unos folios al mes y que dentro de un año o dos va a tener que volver a comprar otra? ¿Lo mejor es ir de tiendas o usar tu tiempo en analizar modelos y precios, y comparar? ¿Lo mejor es ocuparte de tirar lo viejo o desecharlo y poner lo nuevo? ¿O acumular y luego ordenar? ¿Tenemos acaso espacio para acumular? ¿Tenemos tiempo para usar todo lo acumulado? ¿Queremos utilizar nuestro tiempo en ordenar, desechar, reponer?
A mí, como a muchas personas, me ha ocurrido lo que comentaba sobre las impresoras. La que tengo la recogí de la basura. Estaba en perfecto estado. Comprobé que el cable de alimentación no iba bien, compré un cable de alimentación original en la tienda de su marca, y listo. ¡Tenía una impresora nueva y de calidad! Alguna gente de mi alrededor piensa que es mala sólo porque la recogí de la basura: “por algo la habrán tirado, algo tendrá'', me suelen decir. Hace poco apareció un error en la pantalla: ”cartucho mal instalado“. No podía imprimir de ninguna de las maneras. Había probado mil veces a quitar y poner de nuevo los cartuchos, a limpiarlos. Nada. Miré en internet, no encontré solución. Llamé a la tienda de informática y la respuesta fue la esperada: no merece la pena arreglarla, mejor comprar una nueva. Pensé: ”¿y si compro un cartucho nuevo y pruebo a ver si desaparece el error?“. Según el técnico, no merecía la pena, ya que por el precio del cartucho tenía una impresora nueva. Fui a una gran superficie, miré las impresoras y ninguna valía igual que los cartuchos. Lo que es peor, ningún cartucho es tan barato que mereciera la pena comprar la impresora para no gastar tanto después en tinta. Compré el cartucho de mi impresora. Funcionó. La impresora imprime y con mucha calidad y rapidez. El uso que le doy es residual, la utilizo para imprimir algún que otro documento que prefiero leer en papel, y poco más.
El hecho de que esté mal visto coger cosas que otros han desechado me hace reflexionar, no sólo sobre lo interiorizada que tenemos la cultura del usar y tirar sino también sobre lo que consideramos prácticas de gente de bien, o de éxito. Parece que está mal visto recoger cosas usadas porque se considera que es propio de personas sin recursos, de gente que no puede comprar esas cosas nuevas. Y ser pobre está mal visto. Es un fracaso. Tenemos que demostrar que nos hemos esforzado y que, por lo tanto, nos merecemos un smartphone cada año, ropa nueva y a la moda cada temporada, una impresora nueva cada vez que dé error y juguetes o sillas de niños nuevos, aunque les duren un año.
¿Cuánto tiempo ha podido usar un niño o una niña, por ejemplo, una moto de plástico? ¿Un año o dos? ¿Desde los dos a los cuatro años alargando mucho el juguete y pensando que le encanta? El tema de los niños es especialmente candente por lo poco que les dura y por la cantidad de cosas que tienen. Entre lo que crecen y que ya no les sirve, y que se aburren de sus juguetes, generamos una cantidad enorme de basura. Me alegra saber que en muchos casos existen redes informales de amigas o familiares entre las que se van pasando las cosas de niños mayores a pequeños que las pueden usar, y aun así se tira mucho por el camino. También existen las tiendas de segunda mano y, últimamente, están bastante de moda las apps que ayudan a vender entre particulares cosas que ya no usan.
Como conclusión, me gustaría hacer un alegato a favor de alargar el uso de las cosas: de repararlas, de coserlas, de llevarlas al técnico o regalarlas entre conocidas si ya no se van a usar. Se puede, en el dossier de Economistas Sin Fronteras sobre economía circular se profundiza sobre este tema. Recuerdo a mis abuelos, que cuidaban todo tanto y podían disfrutar durante mucho tiempo del uso de la ropa y otras cosas. ¿No produce cierta paz pensar que ya no hay necesidad de volver a mirar tiendas y modelos para cambiar cualquier elemento de la casa? En mi caso, siento que me deja más tiempo para mi, me relaja, y me libero de una obligación.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.