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Pederastia y cosmética católicas

“Es un Papa cosmético y populista”. Así se refería el cura José Mantero a Francisco Bergoglio. Coherente y ético, Mantero protagonizó en 2002 una de las míticas portadas de salida del armario de la revista Zero, publicación LGTBI que fue indiscutible referente en la transición secular del XX al XXI. Al recibir la triste noticia de que el cura valiente falleció el pasado sábado a los 55 años, viene a la memoria que la Diócesis de la Provincia de Huelva quiso matarlo en vida cuando, al declararse gay, lo apartó de su parroquia en Valverde del Camino. Despreciando las enseñanzas cristianas que predican los jerifaltes católicos, el obispo lo dejó tirado. En la calle. Sin trabajo. Le negó predicamento ante sus feligreses y, por tanto, lo despojó de su honor. El Papa de entonces calló y el de ahora, Francisco, no lo llamó de nuevo, escandalizado por su expulsión. No se escandalizó.

A José Mantero se le consideró el primer cura que salía del armario, aunque lo cierto es que el ex carmelita descalzo Antonio Roig contó sus experiencias homosexuales en la novela Todos los parques no son un paraíso. Memorias de un sacerdote, que fue finalista del premio Planeta y le acarreó la expulsión de la orden en 1977. En tales fechas, puede decirse que, saliendo del armario, Roig fue un superhéroe de la verdad.

La iglesia católica que expulsó al cura Mantero y al monje Roig, dos de los suyos, por su sinceridad, por no plegarse a su legendaria y oscura doble moral, es la misma iglesia católica que ha sido durante siglos culpable y cómplice de pederastia. Sostenido en el tiempo, el mayor caso de pederastia de la historia de la humanidad. La iglesia católica que prohibió a Mantero oficiar sus ritos y administrar sus sacramentos, la iglesia católica que prohibió a Roig seguir rezando en un convento, es la misma que ha callado de manera sistemática ante un abuso sexual de incalculable magnitud, cuyas consecuencias en las vidas de las víctimas alcanzan dimensiones inextricables, como sus absurdos misterios. En las sacristías, en los internados, en los confesionarios, en los gimnasios, en aquellas salitas no había, sin embargo, misterio alguno.

A lo largo de la historia del catolicismo ha sido un secreto urbi et orbi que los curas violaban a niños y niñas. El poder institucional de la Iglesia Católica, impuesto a las familias, a las comunidades, a las sociedades, a base de pánico inquisitorial y miseria económica y cultural, ejerció de losa sobre esa verdad. Siempre lo supo el Vaticano (¡cómo no, si eran ellos!), pero al menos desde los sesenta ya tuvo pruebas irrefutables de que los curas eran el infierno en sus tierras de los Estados Unidos, de Australia, de Irlanda, de Alemania o de Chile. Y no hizo nada. Y cuando el escándalo estalló por fin en los medios de comunicación y llegó a los juzgados, tampoco hizo nada.

El Papa expulsa ahora a dos cardenales que le asesoraban en su reforma de la Curia, George Pell y Francisco Javier Errázuriz. Lo ha hecho porque están implicados en esos abusos sexuales pedófilos. Pero echar a esos dos entre miles resulta a día de hoy una medida poco más que cosmética y populista, como el fallecido Mantero consideraba que era Bergoglio. Dos entre miles. De nada sirve sino de maquillaje.

Porque la iglesia católica que ha estado y está infestada de curas violadores y abusadores de niños y niñas es la misma que ha silenciado esa violencia. La misma iglesia católica que ha estado al lado de los peores sátrapas, de las dictaduras militares, de los caciques locales, de las fortunas millonarias. La misma iglesia católica que ha impulsado guerras y ha arrasado pueblos, que ha delatado a contrarios y utilizado los peores métodos de tortura. La misma iglesia católica que ha quemado a personas libres en hogueras reales y figuradas. La misma iglesia católica que ha bendecido a jóvenes para ser lanzados vivos al mar desde un avión. La misma iglesia católica que ha expoliado un patrimonio incalculable. La misma iglesia católica de los privilegios fiscales. La misma iglesia católica que consiente en anular matrimonios a cambio de dinero. La misma iglesia católica que se sube a los púlpitos y a los micrófonos a decir a las mujeres que abortar es un crimen.

El papa Francisco ha tenido un gesto mínimo, apartar a dos de entre miles, y que además da qué pensar: si solo en su círculo asesor estaban esos dos, cabe imaginar cuántos más hay, integrados en todas las esferas de la iglesia. En realidad, lo sabe todo el mundo: que son ellos y que están ahí. En las aulas, en las excursiones, en los despachos. Y que si no han sido desenmascarados antes es porque su violencia pederasta forma parte de una violencia sistémica que es homófoba, cisheteropatriarcal e hipócrita. La misma violencia con la que expulsaron de su parroquia al pacífico cura Mantero solo por ser honesto.