Argentina es, en cierto modo, una pequeña Europa. No me refiero a que ciertos barrios de Buenos Aires puedan parecerse a París ni a cosas de ese tipo. La principal similitud se encuentra en el modelo económico que tanto los grandes países europeos como Argentina adoptaron a partir de 1945. Hablamos del progresismo económico, comúnmente conocido como socialdemocracia.
Juan Domingo Perón simpatizaba con el fascismo, que había observado de cerca durante los cursillos militares que realizó en Italia. Y era esencialmente conservador. Pero en cuanto ganó las elecciones de 1946 empezó a aplicar un programa que, en lo económico y social, puede considerarse progresista: redistribución fiscal de la renta, fomento de la actividad sindical y del “ascensor social”, salario mínimo, leyes antimonopolio, subsidios a los más necesitados, y desarrollo de los servicios públicos y de algo muy cercano, aunque más pedestre, a lo que en Europa llamamos Estado del Bienestar.
El modelo argentino no ha cambiado sustancialmente a lo largo de las décadas, pese a los vaivenes políticos y las dictaduras militares. Argentina sigue teniendo hoy la más eficaz red de protección social de Latinoamérica y una gran mayoría de sus habitantes considera evidente el derecho a la educación y la asistencia sanitaria gratuitas. Sin embargo, el progresismo económico, o si quieren la esencia socialdemócrata del país, ha ido degenerando hasta convertirse en una caricatura: falta dinero para pagar la fiesta.
Argentina ha demostrado que el modelo socialdemócrata sólo puede sostenerse cuando la fiscalidad es justa, o sea, cuando quienes más poseen pagan más impuestos, y cuando el crecimiento económico resulta, pese a baches y recesiones, más o menos constante. Ambas cosas fallan desde hace mucho tiempo en la pequeña Europa latinoamericana.
Los problemas comienzan cuando el Estado gasta en exceso. Si la economía va creciendo y las cuentas no muestran un desequilibrio excesivo, cabe la posibilidad de endeudarse a un coste razonable con inversores nacionales y extranjeros. De cerrarse la opción del endeudamiento, no queda otra que imprimir dinero para hacer frente a los pagos. Eso tiende a generar inflación y a devaluar la moneda. Cuanto menos vale la moneda, más caro resulta importar. Entonces se protege con aranceles y subsidios a la industria nacional, que deja de ser competitiva en los mercados exteriores. La merma de las exportaciones reduce la llegada al país de divisas fuertes, como el dólar o el euro. El Banco Central se queda sin reservas y se acelera el círculo vicioso de la impresión de moneda, la inflación y la devaluación. El resultado, evidentemente, es la ruina. Y cuanta más protección social y más gasto público, más ruina.
Una mayoría de argentinos ha acabado asumiendo, quizá sin entenderlo del todo, lo que se dice en la árida parrafada anterior. La Argentina que entrega hoy el bastón presidencial a Javier Milei está al borde del abismo. La inflación es insostenible y la hiperinflación puede desatarse en cualquier momento. La cosa es tan grave que los votantes han elegido como presidente a quien (al margen de delirios) no les ha prometido otra cosa que sacrificios y, en el mejor de los casos, una larga temporada con la misma pobreza (que afecta a casi la mitad de la población) pero sin subsidios para hacerla llevadera. Vienen tiempos tormentosos.
Todo esto entraña algunas lecciones para la Europa real, que no es pequeña pero tampoco muy grande. La política fiscal en la Unión Europea constituye un fracaso: las grandes empresas y los millonarios pueden acogerse a refugios fiscales como Irlanda u Holanda, países miembros, o a los paraísos fiscales de ultramar, mientras los asalariados, autónomos y pequeños empresarios cargan con la mayor parte del peso que supone mantener un Estado del Bienestar. Y no alcanzan.
La deuda crece. El “ascensor social” permanece prácticamente bloqueado. La educación pública muestra un nivel muy discutible. La sanidad pública renquea. Falta innovación tecnológica en los sectores punteros y competitividad en sectores tan clásicamente europeos como la fabricación de automóviles. Y todo esto ocurre pese a que el gasto militar no es muy grande: la Unión Europea prefiere vender a otros, por indeseables que resulten, las armas que fabrica.
No creamos que Argentina es tan distinta de Europa. Como vimos entre 2008 y 2012, un giro brusco de la historia, como los que se dan de vez en cuando, podría hacer que se aproximaran. En el mal sentido, por supuesto.