Cuentan que un día, estando en el bar del Congreso entre diputados del PSOE, UCD y AP, el socialista Enrique Tierno Galván empezó a comentar noticias de su grupo. Alertado por la indiscreción, un compañero le señaló: “Tenga cuidado, profesor, porque acá estamos diputados de varios partidos”. Y Tierno, con la sorna que le caracterizaba, le respondió: “Gracias por advertírmelo, joven, porque yo últimamente a ustedes ya no les distingo”.
Confieso que me encuentro entre tantas personas que alguna vez hemos tenido la misma sensación que Tierno Galván. No solo, pero especialmente en los últimos tiempos, cuando la interminable retahíla de acuerdos, pactos y consensos entre PSOE y PP ha sido tan destructiva para el Estado de Derecho como desesperante para una mínima cultura de izquierdas. Ahora, cuando ese PP con el que el PSOE pactó incluso una reforma constitucional exprés se lleva por delante los escasos elementos sociales y democráticos que quedan en el sistema, la pregunta a hacerse es la siguiente: ¿A quién quiere parecerse el PSOE?
Estoy seguro que la mayoría de sus militantes no quieren parecerse al PP. Tampoco Tierno quería. Sin embargo, las dudas asaltan -y muy razonablemente- cuando se dirige la atención a la dirección del PSOE, deseosa de alcanzar pactos de Estado con el PP. Dudas que se transforman en certezas si se observa la línea editorial marcada por su mediático buque insignia, el periódico El País, que día tras día insiste en abogar por un gobierno de concentración nacional entre populares y socialistas.
La zozobra es tal que incluso Dolores de Cospedal se anima a terciar en el debate, intentando pescar en aguas revueltas. Tras los resultados de las recientes elecciones, la secretaria general del PP ha animado a los socialistas a “encontrar su rumbo”, entendiendo por tal aquel que no se salga de los raíles marcados por el pacto de la transición y garantice así la gobernabilidad del país.
Es la militancia del PSOE la que en última instancia tendrá que romper con esta dualidad. Desde foros, fundaciones y think tanks sus ideólogos insisten en la necesidad de abordar tres cuestiones: relevo en la dirección, apertura y democratización de las estructuras del partido y recuperación de la senda socialdemócrata. En cuanto a la primera, las recientes declaraciones de su secretario general han servido para borrar de un plumazo cualquier atisbo de cambio. En este sentido, parece increíble que un político del calado y con el historial de Alfredo Pérez Rubalcaba desoiga la máxima leninista según la cual en ocasiones para avanzar es necesario dar un paso atrás.
En segundo término, la elección no casual del lugar donde se escenificó la decisión de Rubalcaba de mantenerse al frente ofrece pistas sobre el rol que su dirección reserva al propio partido y sus planes de apertura a la sociedad. Si en un momento tan crítico como este el secretario general del PSOE evita aparecer por Ferraz a la hora de reafirmarse en su liderazgo, anunciando su decisión en la sala de prensa del Congreso de los Diputados, más vale que apaguen la esperanza -y la luz de la sede- quienes creen que el partido debe recobrar el protagonismo perdido. Más bien al contrario. La política seguirá haciéndose exclusivamente en el parlamento, lugar donde el PP y su mayoría absoluta esperan cómodamente sentados a que las aguas vuelvan a su cauce y el PSOE recupere ese estatus de partido con sentido de Estado que tanto parece gustar a Cospedal.
Pero sin dejar de ser relevantes estas cuestiones, quizá sea la reivindicación de la agenda socialdemócrata la de mayor calado. Son muchas las esperanzas que no pocos militantes, ideólogos y dirigentes ponen en este punto, creyendo que fue la renuncia a los genuinos postulados socialdemócratas en los últimos tiempos del gobierno de Rodríguez Zapatero lo que les hizo perder el crédito y la confianza de la ciudadanía. Y, en efecto, razones tienen para pensarlo. La desafortunada reforma constitucional de agosto de 2011 fue el punto final de un camino de errores políticos a la hora de gestionar la crisis que teminó por servir en bandeja la victoria electoral del PP. Aunque ya es tarde para remediarlo, de cara al futuro no vendría mal un reconocimiento público de los errores cometidos, acompañado del correspondiente propósito de enmienda.
Sin embargo, la crisis económica y consiguiente (¿o fue previa?) descomposición de las estructuras políticas e institucionales del sistema español han mostrado que ya nada será igual, que el pasado no se repetirá y que las condiciones bajo las que se desarrollaron esas políticas socialdemócratas tan añoradas hoy nunca volverán a concurrir. Que el marco constitucional en 1978 está agotado para cualquier proyecto de izquierdas, incluido el socialdemócrata. Esto significa, dicho en términos muy generales, que la democracia de baja intensidad nacida del pacto de la transición no ofrece el canal adecuado para el desarrollo de las políticas típicas de la socialdemocracia.
Basta con señalar un par de ejemplos para ilustrar esta última afirmación. Uno de los postulados clásicos y centrales de la socialdemocracia es la firme creencia en los canales de representación, de forma que los representantes democráticamente elegidos no sólo actúen en nombre de la ciudadanía, sino que también trasladen la voluntad y el sentir de esta a la arena política. Pues bien, el texto constitucional de 1978 se ha revelado incapaz de mantener vivos estos canales en el momento que más se necesitan. Cuando las decisiones políticas que nos afectan a todos se toman en Bruselas o en el FMI, es decir, en instancias ajenas a principios como la elección popular, la transparencia o la rendición de cuentas, y los representantes de la ciudadanía se convierten en meros ejecutores de tales decisiones, la Constitución calla y otorga. No ofrece ninguna línea roja o última trinchera que garantice un mínimo control ciudadano, aunque sea a través de los canales representativos tan queridos por la socialdemocracia, de las políticas que gobiernan nuestro día a día.
La protección de los derechos sociales es la otra gran apuesta socialdemócrata. Máxime en un contexto de crisis económica, donde garantizarían un mínimo de igualdad material y de oportunidades para todas las personas. Pero una vez más la Constitución ayuda poco. Primero, porque derechos sociales como la vivienda y el trabajo se articularon en 1978 como meros principios rectores, no como auténticos derechos exigibles ante los tribunales. Son derechos tan devaluados que su proclamación constitucional como tales es mera retórica. Y segundo, por si fuera poco con lo anterior, porque la reforma exprés de agosto de 2011 constitucionaliza la prioridad absoluta del pago de la deuda y sus intereses frente cualquier otro gasto del Estado, como por ejemplo el derivado de las políticas sociales necesarias para hacer efectivos esos derechos convertidos en su ausencia en papel mojado.
La ciudadanía percibe la crisis como una crisis de legitimidad del sistema. No en vano gran parte de las demandas que se escuchan hoy en calles y plazas tiene que ver con la necesidad de superar el marco constitucional actual y avanzar hacia un proceso constituyente. Aunque solo fuera para cultivar su alma socialdemócrata, el PSOE debería sumarse a la lucha por este proceso. De no hacerlo, se parecerá cada vez menos a Tierno Galván y más a Cospedal.