Dos grandes fuerzas sociales vuelven a colisionar. Son dos fuerzas que, como los viejos bisontes en la pradera, llevan siglos colisionando, peleando unos por ampliar y otros por salvaguardar su espacio vital.
Dichas fuerzas colisionaron ya en la Inglaterra del siglo XVIII, en torno a los cercamientos de la tierra (enclosures) y la abolición de las leyes de granos. Y desde entonces no han dejado de hacerlo continuamente: en la construcción del Zollverein alemán en el siglo XIX, en los astilleros vizcaínos durante la reconversión industrial de los años ochenta, en 1999 en la cumbre de la Organización Mundial del Comercio en Seattle o en las urnas francesas cuando los votantes rechazaron en mayo de 2005 el Tratado de la Constitución Europea.
Es una confrontación que en ocasiones se presenta como la que hace chocar los intereses de quienes impulsan y quienes se oponen al libre comercio internacional. Pero sin embargo tiene un trasfondo mucho mayor, más complejo. Es el reflejo de los esfuerzos espontáneos que hacen las mayorías populares para protegerse de los procesos de dislocación social causados por la continua y creciente mercantilización de las sociedades modernas. Es decir, es el reflejo de aquella Gran Transformación de la que nos habló Karl Polanyi, en movimiento siempre permanente.
Desde hace semanas esta colisión secular se representa en un nuevo teatro, el Parlamento Europeo. Las fuertes presiones sociales en contra del Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP) fueron capaces de abrir una ruptura temporal en el seno del grupo socialista europeo y paralizar, el pasado 10 de junio, la votación del informe del TTIP. Pero esta semana se ha vuelto a retomar dicha votación, aprobándose ayer con los votos tanto del PP como del PSOE.
El TTIP es mucho más que un simple acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos. Si fuese un mero acuerdo de libre comercio tendría sentido centrar el debate en las consecuencias –positivas y negativas– que la ausencia de barreras arancelarias y la expansión del comercio internacional tiene para los distintos países y grupos sociales. Tendría sentido en ese caso analizar cómo algunas uniones aduaneras, al tiempo que han permitido una notable expansión del comercio entre los socios y han favorecido el crecimiento económico y la creación de empleo, han contribuido igualmente a la desindustrialización de las zonas más vulnerables.
Si el TTIP fuese “otro” tratado comercial más, convendría discutir cómo los procesos de pérdidas y ganancias en las zonas de libre comercio no suceden fundamentalmente entre las distintas zonas geográficas que las integran, sino entre los distintos grupos sociales implicados –siendo los trabajos más expuestos a la competencia externa, y los de menor cualificación, los que experimentan un mayor riesgo de verse afectados–. Y por tanto sería necesario que centrásemos nuestros debates en el diseño de aquellos instrumentos que pueden minimizar estos costes y, sobre todo, que garantizan la transferencia de parte de los ingresos derivados del comercio desde los grupos sociales beneficiados hacia los grupos perjudicados.
Pero el TTIP no es simplemente un acuerdo de libre comercio más. El TTIP ha sido el intento por revivir –corregido y aumentado– el Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), defenestrado en 1998 por la presión social y cuyo objetivo era requilibrar el poder entre gobiernos y multinacionales en favor de estas últimas.
Por eso, resulta erróneo abordar el debate en torno al TTIP como un debate sobre los costes y beneficios económicos asociados a las zonas de libre comercio, y sobre la distribución de dichos costes entre los distintos grupos sociales. El debate en este caso se sitúa en un plano distinto: en el plano de la democracia política y la soberanía económica. Porque el verdadero trasfondo del TTIP es su pretensión de dar cuerpo legal a un marco jurídico que subordine los derechos sociales y las decisiones de los parlamentos nacionales a las prioridades económicas de los grandes grupos multinacionales. Por eso su negociación debería suspenderse definitivamente y la pretensión de aprobar este tratado debería abandonarse.
El TTIP contempla todavía, a pesar de la enmienda pactada a este respecto entre socialistas y populares, un mecanismo de blindaje de los intereses de las empresas transnacionales que permite que los inversores financieros demanden a los Estados ante tribunales de arbitraje privados “independientes”. Pero además el TTIP, al contemplar hasta el momento la homologación de la normativa entre EEUU y la UE en múltiples terrenos, abre de par en par las puertas a una armonización a la baja de los derechos laborales y de las legislaciones medioambientales, así como a la progresiva mercantilización y privatización de los servicios públicos. Si un tratado comercial es capaz de blindar institucionalmente estas cuestiones, poco importará lo que puedan decir los parlamentos nacionales al respecto una vez que el tratado sea aprobado y ratificado. Además, la supresión de las tarifas arancelarias y de los cupos a la importación para determinados productos agrarios conllevaría algo que va mucho más allá de la protección puntual a un determinado sector: un obstáculo a la vida rural en muchas regiones de Europa.
La colisión social y política que de nuevo tuvo ayer con ocasión de la votación del informe del TTIP en el Parlamento Europeo no es la pugna entre quienes impulsan y quienes se oponen al libre comercio internacional. Es la colisión entre quienes aspiran a preservar los siempre frágiles espacios de democracia y soberanía política, y quienes reivindican la subordinación de facto de dichos espacios a la lógica de la rentabilidad empresarial.
El AMI quedó enterrado años atrás fruto de la presión popular. El TTIP puede correr igual suerte en las próximas semanas. En todo caso, bajo una u otra fórmula jurídica estas propuestas reaparecerán en el futuro. Y con ello, y en tanto en cuanto dichos tratados aspiren a subordinar los espacios de bienestar social y soberanía política, también reaparecerán los esfuerzos de las mayorías populares para oponerse y protegerse.