Si por algo se caracteriza la derecha es por su pensamiento monolítico, todos a una, como legionarios en un desfile. Las personas de izquierdas no somos así, y eso suele suponer un motivo de orgullo. No tardamos en incomodarnos y, al incomodarnos, nos rebelamos. De ahí que las modas en la derecha duren tantísimo (véase el look montería-pija, que existe desde que hay pantalones) mientras que las de la izquierda apenas aguantan unos años (¿se acuerdan cuando había palestinos en Zara?).
La derecha tiene la capacidad de claudicar intelectual y anímicamente cuando hace falta, están entrenados para ello (el OPUS va de eso). Quizá no estén totalmente de acuerdo con su partido político, seguro que no lo están, pero no por eso se quedan en casa el domingo de las elecciones. Por norma general (hay excepciones), tampoco escriben a sus amigos para decirles: “Ey, ¿montamos un partido?” Aguantan firmes y alineados, apoyando hoy y siempre las siglas de su infancia y, con ellas, a España, la familia (normal) y a Dios.
Las personas de izquierdas no son más complejas ni tampoco más sencillas; son, simplemente, más problemáticas. El conjunto les importa, pero los matices también, y mucho. A veces, incluso, los matices de los matices. El gris concreto de la escala de grises. El Pantone exacto. Porque no es lo mismo un CG05, que es un gris que tira un poquitín a frío, que el NG08, que tira a marrón. No olvidemos, además, que un mismo color cambia en función de la luz. De ahí que contentar a una persona de izquierdas no solo dependa de los matices de los matices, sino incluso de la hora del día en que se los presentes.
Quizá por eso tantos exponentes de izquierdas acaban con los años volviéndose de derechas. No es tanto un giro ideológico como una fuga psicogénica, la única alternativa a la locura. Y también por eso hay tantos partidos de izquierdas y, al mismo tiempo, tan pocos.
Todo nuevo proyecto de izquierdas resulta ilusionante para la mayoría de las personas de esta ideología durante entre cinco y diez minutos. En ese breve lapso temporal, el posible votante pensará que esta vez sí, esta vez dieron en el clavo. Luego, procede a fijarse en los matices y piensa: “Espera”. Y con ese “espera” surgen las dudas. ¿Qué opina esta gente de los animales? ¿Y de los perros en concreto? ¿Y de los galgos en concreto? El votante-de-izquierdas-tipo explorará neuróticamente el discurso del nuevo partido en busca de matices de una sutileza digna de un haiku. Y, de ser esos matices insatisfactorios, no solo dará la espalda al partido, sino que cargará contra él con la mayor de las furias. Traidores. Vendidos. Flojos.
Dado que no parece que esto vaya a cambiar en breve, la única solución sensata pasa por crear tantos partidos de izquierdas como votantes haya y aspirar luego a una confluencia de todos ellos. No será sencillo, porque poner de acuerdo a varios millones de personas de izquierdas requiere tiempo y, posiblemente, grandes cantidades de lorazepam. Pero siempre será mejor que Vox. Cualquier cosa es mejor que Vox.