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Pertenecer al cuerpo

Carteles del Orgullo 2024 del Ayuntamiento de Madrid.

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El otro día fui al teatro y tuve una visión. Comprendí qué había sucedido en Madrid con el cartel del día del orgullo. Bueno, no era el teatro a donde iba, era danza. Era una obra del coreógrafo André Uerba, que se titula Aeffective Choreography. No sabía de qué iba, pero sentí la llamada de lo que no sé. Se representaba en la sala La Caldera, dentro del programa del Grec (el festival de verano de artes escénicas, de Barcelona).

Fue el sábado, a última hora de la tarde. Barcelona se derretía de calor y de cansancio entre los cascotes de las obras, y bajo su suelo los metros iban a tope, porque también hay obras en el metro, y los tramos cortados hacen que la gente se amontone en los tramos que funcionan. Antiguamente, el objetivo de la política era que la gente viviera bien; pero hoy se ha reducido al derecho a decir cosas (cualquier cosa) donde nos dejen, y luego cada cual que se busque la vida como pueda.

La visión me hizo entender que lo terrible de aquel polémico cartel es que no había cuerpos. Solo había cosas, objetos y garabatos de colores. Pero no pusieron a ninguna persona. Habían ocultado el problema en ese cartel. Con ese diseño estaba negándose la única verdad que tenemos. Una persona es un cuerpo que siente. Un cuerpo al que le pasan cosas, y las verbaliza. De esto trataba el montaje de Aeffective Choreography.

Feña, Lu, Lyn, Reinaldo, Olga, Mano y Pedro son los nombres de los siete performers que trabajaban en la versión de Barcelona, aunque la penúltima y el último forman parte estable de la compañía. Son sus nombres de verdad, y los iban pronunciando una y otra vez, cada vez que explicaban momentos de su vida, también reales. Para desnudar su biografía, se habían desnudado de su ropa. Muy despacio. Coreográficamente, por supuesto. Era como en aquella canción de Aute, que decía no te desnudes todavía. Es más fácil cambiar de piel que quitarse la ropa. A medida que los actores se desnudaban lentamente, el tiempo se densificaba en la sala. No por incomodidad, sino por la propia lentitud. Parecía que el tic tac que llevamos dentro se detenía, y así nos dábamos cuenta de que también existe una dimensión en la que solo hay cuerpos y no existe el tiempo. Junto a sus actores, se desnudó André Uerba, y también la intérprete y autora de la música, Kristen Meyers. Todo lo que sucedía en la sala era sincero, era de verdad.

Las historias que se contaban allí estaban llenas de cicatrices. La mayoría, cicatrices físicas, marcas de cuerpo. A algunos, y a algunas, se les veía en la carne la carretera rosada de las heridas que relataban. Historias de sexo, de sufrimientos, de traumas, de abusos propios o ajenos, todo esto son vivencias, y también explicaron historias de una inquebrantable búsqueda corporal hasta eliminar las fronteras, para averiguar quién es uno, o una, o une. Lo flipante de decir une es que se une a uno y a una. Las palabras nunca están a la altura de los sentimientos, ni tampoco de las ideas (esto lo saben los filósofos). Pero casi siempre nos conformamos, porque si no no sobreviviríamos, y de alguna manera hay que entenderse. La vida apareció millones de años antes que el lenguaje, y por eso la vida le lleva esa delantera insuperable a las palabras.

El cuerpo es vulnerabilidad. Esto lo demostraba la obra de André Uerba, y eso mismo es lo que se censuraba en el cartel del orgullo, en Madrid. ¡Pero, si, precisamente, la gente celebra ese día mundial porque se sabe vulnerable! En la sala de La Caldera, teníamos ante nosotros siete cuerpos vulnerados. Los cuerpos se juntaban, se mezclaban entre ellos, enroscándose, mordiéndose, apretándose..., integrando un amasijo, que al final formaba un único cuerpo. En el grupo escultórico del Laocoonte, el que está en los Museos Vaticanos, se percibe ese mismo retorcimiento mudo y ese mismo sufrimiento, capaz de detener el tiempo. Pero, en esta función, las serpientes que estrangulan al sacerdote Laocoonte, y a sus dos hijos, eran los brazos y las piernas de los actores. Como viajamos siempre con nuestra propia serpiente, esperamos tantas veces cambiar de piel.

La historia de Laocoonte la cuenta Virgilio en la 'Eneida' (Planeta-De-Agostini, 1995, edición de kiosco de la Biblioteca Clásica Gredos; disculpen que cite un libro de kiosco, es el que tengo; antes, la cultura estaba en la calle, es decir, en la vida real; la calle es a la realidad lo que el cuerpo a las personas). Es en el libro II, donde aparece el relato de la caída de Troya. Laocoonte es un sacerdote troyano que advierte a los suyos de que el caballo es una trampa de los griegos, pero no le creen. Al contrario, todo el mundo cree que los griegos han huido en sus naves, y que el caballo es un regalo que les han dejado. Entonces, obligan a Laocoonte a ofrendar un sacrificio al dios marino, Posidón, para que provoque tormentas y naufraguen en alta mar los barcos de los griegos. Pero Posidón detesta al sacerdote Laocoonte, porque había fornicado ante su estatua, y le manda dos serpientes, salidas de las aguas, para que maten a sus dos hijos, engendrados durante aquella profanación. El viejo Laocoonte acude en ayuda de sus hijos, y también acaba preso de las serpientes, como muestra la escultura.

No le sirvieron las palabras a Laocoonte para convencer a los suyos. Las palabras llegan siempre tarde. Lo comprendió el sacerdote, y pasó a los actos. Lanzó una jabalina contra el caballo. Ni así le creyeron los ciudadanos de Troya. Las palabras no bastan y se hace necesario un acto superficial, un día, una muestra, una celebración, que evidencie lo que sucede. Este ejemplo también sirve para el orgullo. Sin embargo, tampoco aquella jabalina clavada en la piel de la mentira tuvo fuerza para abrir los ojos a los demás. Y por la misma razón las carrozas, los desfiles, no son suficiente para explicar lo que día a día sucede. Son sólo un símbolo, como la jabalina de Laocoonte. Cada forma de censura, cada ocultamiento, cada cartel ridículo, es una serpiente que se enrosca sobre quien ha usado libremente su cuerpo.

En una entrevista reciente, publicada en el blog de La Caldera, el coreógrafo André Uerba explica que cada vez tiene más problemas artísticos y políticos para trabajar en Berlín, ciudad donde reside desde 2013. Toda Europa se está derechizando. El caballo de Troya que nos ha colocado la ultraderecha son nuestros propios prejuicios. Miedo a pasarse de progre. Miedo a los cuerpos de los demás cuando no los comprendemos, y olvidamos que un cuerpo es una historia, que a los cuerpos hay que escucharlos. André Uerba nació en Portugal en 1983, y creció en un suburbio de Lisboa. Eligió las artes escénicas para transformar la realidad. Para decir lo que ha visto. Para clavar la jabalina. Para defenderse de las serpientes.

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