Me agacho por enésima vez para cargar una pila de libros, ya casi lo tenemos listo. Veo las estanterías llenas y pienso en la biblioteca de mi casa, la que dejé en Buenos Aires con mis ediciones favoritas, algunas firmadas por sus autores, mi edición de Joan Margarit dedicada en Barcelona, antes de la pandemia, esa que vale más porque fue un regalo suyo. Sin embargo, por esas cosas raras y tontas de la vida me traje un solo libro, uno que, por cierto, no es mío. O que justamente me lo traje por eso, porque no es mío. Y también está firmado por Joan pero para otra persona. Esas decisiones de último momento: ¿qué hago con esto que no es mío? Pero que tampoco es de la persona a quien pensaba regalárselo, no es, pero está su nombre en la primera página, no es de ella ni es de nadie. Así que lo traje por si acaso, por si después de un año se me ocurre una idea mejor que seguir conservándolo. Nicole me dice que le arranque la página y me lo quede, que es una edición en tapa dura, de las lindas. Pero lo cierto es que aun sabiendo que no me entraba un alfiler más en las maletas, le hice un lugar al libro de nadie. Los libros pesan demasiado, pero yo no tenía ni idea de lo que podía llegar a pesar uno que quedó truncado en el camino: Barcelona/Buenos Aires/Buenos Aires/Madrid. Madrid.
Había escuchado muchas veces historias sobre bibliotecas que quedaron enteras en ciudades a las que los exiliados no podían regresar. Ni de lejos es mi caso. Pero este domingo en la librería, a puertas cerradas, pienso en el peso real de los libros. El peso de las palabras, el simbólico y el real. Siempre me encantó esa frase de Wilde sobre la coma: “Me pasé toda la tarde trabajando en las pruebas de uno de mis poemas. Por la mañana puse una coma, y, por la tarde, la volví a quitar”. El peso de una coma. El peso efectivo de las palabras. La Central de Barcelona. Los libros que cruzaron dos veces el mar, la biblioteca nueva que me empezaré a armar en esta nueva ciudad algún día. Los aeropuertos, el exceso de equipaje. La memoria, el exceso de memoria. El recuerdo del orden exacto de cada uno de ellos. Algunos lomos de Anagrama desteñidos por el sol. Algunos repetidos de cuando tenía la obsesión de comprar los tres ejemplares que estuvieran disponibles porque, si bien era el mismo, quería los tres, aunque después terminara regalándolos. Pero me perturba no saber qué hacer con este que tengo guardado en la maleta vacía, el que no es de nadie, el que fue de alguien una sola tarde sin saberlo, el que dice: “Para Y, de su amigo Joan”, con tinta azul. El que muchas veces pienso que no te mereces, y tantas otras me dan unas ganas locas de ponerlo en un buzón y enviártelo a tu casa. Y otras pienso en hacerle caso a eso de arrancar la página y quedármelo, pero como aquella coma que Wilde puso por la mañana y por la tarde volvió a quitar, tan consciente del cambio, pienso que repararé más en la hoja ausente y en su truncado destino.
En uno de mis libros preferidos de John Berger, De A para X, Aída le dice a Xavier que lo efímero no es lo opuesto a lo eterno. Que lo opuesto a lo eterno es lo olvidado. Que hay quienes viven pensando que lo olvidado y lo eterno son la misma cosa. Que se equivocan. Dice que los que están en lo cierto son los que piensan que lo eterno nos necesita. Yo no sé que voy a hacer con este libro de Joan. Pero conozco el peso exacto de sus 175 páginas y si cierro los ojos hasta puedo sentir el olor de la portada. Y sí, me lo quedo yo porque ya no es de nadie, da igual si es de A para X o de A para Y o de J para A. Este libro es eterno. Es el resumen de la biblioteca que no me traje a Madrid.
Por cierto, el libro mide 22 x 15 centímetros y pesa 374 gramos sin dedicatoria, con ella, es infinito.