Las guerras culturales serán uno de los elementos fundamentales de esta legislatura y el Ejecutivo ya ha dado buena cuenta de que no va a rehuirlas. La primera semana de conformación del Gobierno, ya ha afrontado de manera decidida y valiente la del pin parental, de ahora en adelante “Permiso Integrista Nacionalcatólico”. El requerimiento al Gobierno de Murcia para desistir en la aplicación de la medida es el ejemplo de que parece que no piensa arredrarse. Queda por ver si no cae en la trampa de enredarse en estas guerras perdiendo la perspectiva de que tiene el BOE en sus manos y la mejor manera de vencerlas por aplastamiento es legislar sin complejos.
Haríamos mal en creer que el veto educativo tiene como objetivo la simple instauración del permiso integrista nacionalcatólico en las escuelas. Va más allá y es un ataque a la línea de flotación de la educación pública. Un intento para disciplinar a este Gobierno y evitar que sea ambicioso en la reforma educativa que prepara. Hablar de la implantación de una medida reaccionaria de este porte para que como mal menor se mantengan sus privilegios de clase y credo. Que las concertadas que segregan no se vean perjudicadas o que la religión se mantenga en las aulas como asignatura evaluable. Conviene mantener la perspectiva y ser conscientes de los usos y costumbres de la reacción española para que sus malas artes no impidan hablar de los verdaderos problemas de la educación española más allá de la espuma de estos días. Problemas graves y estructurales como las ratios elevadas y la falta de recursos, las plantillas inestables y las altas tasas de interinidad. Pero para ganar esa guerra es imprescindible vencer estas pequeñas batallas.
La derecha no comprende que en lo que respecta a la educación, la infancia tiene derechos y los adultos, deberes. Importa el bienestar del hijo y sus derechos constitucionales por encima de los padres. Para ser precisos, los padres no importan. O importan si sus pretensiones no entran en colisión con los derechos fundamentales de la infancia. Los padres no tienen derecho a que su hija reciba una educación que considera que la homosexualidad es una enfermedad, de hecho la educación y la Constitución protegen al menor de esos progenitores. El espacio educativo es el lugar dedicado a que los niños y niñas de España reciban una educación reglada que respete los derechos humanos y a protegerles de esas enseñanzas y comportamientos. Aunque vengan de sus padres. Especialmente si vienen de ellos.
La concepción patrimonial que mostró Pablo Casado de sus hijos, en un mensaje al mostrarse escandalizado por que la ministra de Educación, Isabel Celaá, negara que los hijos pertenecen a los padres, muestra cierta sociopatía integrista heredada de la cultura política que aflora en la derecha española. Eso sí, se mostró muy preocupado porque el Estado se arrogue la propiedad de sus infantes. “Ni del Estado, ni del marido, ni de la Iglesia, ni del patrón” es lo que cantan las feministas en sus movilizaciones y quizás Pablo Casado tendría que aprender de ellas. Que no, que tampoco del Estado. Que eso solo lo lograron en España hacer aquellos de los que el PP es heredero político.
Puede servir al líder de la oposición para aclararse leer los textos legales de nuestro marco jurídico y supranacionales que dan soporte a los derechos del niño como pleno sujeto de derechos. No, señor Casado, claro que no son de su propiedad. El artículo 39.4 de la Constitución establece que “los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos”, un artículo que se complementa con el artículo 3 de la Convención de Derechos del Niño, que dice que “en todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño”.
Sobran los argumentos para rebatir esta medida integrista, aunque no hay que perder demasiado tiempo con ella y sí actuar con la premura que ha hecho el Gobierno contra quien atente contra los derechos fundamentales de la infancia. Sin paños calientes, sin atender a berreos patrios. A pesar de ello, nunca está de mas hacer una serie de consideraciones sobre los delirios nacionalcatólicos de PP y Vox con la aquiescencia cínica y cobarde de Ciudadanos, que llorará cuando los vuelvan a expulsar del Orgullo este verano, si es que para entonces les quedan diputados para montar una carroza.
El argumento de que los padres tienen derecho a decidir sobre la educación de sus hijos no es absoluto, como todos los derechos, y deja de serlo cuando colisiona con derechos fundamentales ajenos. Los padres no pueden decidir que sus hijos no acaben la educación obligatoria, porque precisamente por eso es obligatoria. Tampoco pueden decidir sobre los contenidos curriculares, porque la educación está reglada y no está sometida a caprichos y veleidades individuales. La puerta que el permiso integrista nacionalcatólico abre permitiría a un padre maltratador sacar a su hijo del aula cuando se explicara en una charla sobre violencia de género que la mujer no tiene que ser golpeada porque lleve una falda corta y que si una compañera está borracha en una fiesta, tocarla es una agresión sexual. Cierto que esto no es un problema para los posfascistas de Vox, pero su decisión también permite que el hijo de un integrista islamista saque a su hijo del aula cuando se enseñe en una charla que todas las religiones merecen la misma consideración y que nadie tiene derecho a quitar la vida a otra persona por ser católico. Igual esa puerta les preocupa un poco más, porque es la que permite su medida.
Lo que trasciende de este intento de la reacción es la ofensiva contra la educación pública, el único reducto que garantiza la posibilidad de reducir las influencias nocivas de las ideologías de odio. La educación pública funciona como los anticuerpos contra el odio que las sociedades avanzadas tienen. Igual que afectaría a todos los niños que estuvieran cerca del hijo de Pablo Casado si no le vacunara contra el sarampión, nos afecta que Rocío Monasterio eduque a sus hijos haciéndoles creer que la homosexualidad puede curarse. Decía Emilia Pardo Bazán al referirse a la educación dada a las mujeres en su época que no era educación, sino doma. Esa premisa integrista es la que atraviesa el pensamiento reaccionario que quiere imponer el permiso integrista nacionalcatólico, domar a los hijos de la clase trabajadora, que los suyos ya están siendo domados en colegios privados.