Hay un impulso irresistible en la condición humana. Ese latido de curiosidad. Ese pulso del salseo que consiste en meter las narices donde no nos llaman. Ese afán de conocer a alguien por el lado que no quiere mostrar y colarnos en ese espacio que tiene solo para sus íntimos.
Las cartas de amor (cuando eso ocurría y eso se hacía) enseñan una cara desconocida de personas que solo conocemos por sus textos públicos. ¡Qué intriga! ¿Cómo serán en su versión íntima?
Este placer de fisgonear está hecho libro en Cartas eróticas, las joyas epistolares más íntimas y pasionales de las grandes figuras de la historia, de Nicolás Bersihand y la editorial Plan B. Ahí están Pardo Bazán, Virginia Woolf, Oscar Wilde, Goya, el Marqués de Sade… y es fascinante leer no ya solo lo que cuentan, sino cómo lo cuentan cuando no escribían con la intención de convertirse en superventas.
En esta recopilación vemos que hay quien usa la lingüística para sus juegos eróticos. El escritor Théophile Gautier le envió una carta a Apollonie Sabatier, la presidenta que regía el Salón de placeres de París, con estas letras:
¿Nos nutrimos en tu casa hoy? Ernesta está deseando ofrecerte un giro lingüístico en el clítoris, y lo mismo yo, que parto el martes o miércoles a tierras extrañas.
También hay autores que utilizan muy bien la lingüística y los giros narrativos. El fundador de la Enciclopedia, Diderot, emplea ese efecto maravilloso de pegar un aldabonazo en un momento que no lo esperas. ¡Pom! En una carta que le escribió a un amigo le dijo:
Ante mis ojos tuve a un amante que, en medio de la lluvia, el viento, el tiempo horrible que hacía, olvidaba su descanso, su casa, todas las necesidades de la vida para acudir a gemir, suspirar, acostarse y pasar las noches bajo la ventana del objeto de su deseo. Podrías pensar que el galán en cuestión era un español. Para nada. Es un perro.
¡Oh! Primera frenada en seco para los lectores. ¿Qué imagen tenía Diderot de los españoles? Luego sigue describiendo la escena y llega un momento en que dice:
Pero, si nos examinaran a nosotros, descendientes de Celadón, con sumo cuidado, quizá descubrirían algún interés impuro y taupinería en nuestras empresas más desinteresadas y en nuestra conducta más dulce. Hay algo de testículo en el fondo de nuestros sentimientos más sublimes y de nuestra ternura más depurada.
Y ahí está la frase cumbre, el aldabonazo, ese testículo tan anatómico, tan gráfico, tan terrenal, que rompe un discurso tan emocional, tan tierno, tan sublime. Es el lambreazo del texto que te vuelve a atrapar si tu atención quería volar.
Hay también figuras históricas con una mirada muy pragmática del erotismo. Personajes que pensaban con la cabeza. Ahí está Benjamin Franklin, uno de los fundadores de Estados Unidos. A un amigo que estaba desatao, le recomendó que se casara. Pero como el hombre no quería, dijo bueno, pues si vas a estar de pichabrava, te recomiendo una cosa:
Te reitero mi anterior consejo de que en todos tus amoríos te decantes por las mujeres mayores y no por las jóvenes. (...) Porque cuando las mujeres dejan de ser guapas, estudian para ser buenas. (...) Aprenden a hacer mil servicios pequeños y grandes, y son las amigas más cariñosas y útiles cuando uno está enfermo.
Benjamin Franklin pasó después a lo que de verdad quería su amigo. Y como un experto biólogo, le soltó:
Porque en todo animal que camina erguido, la deficiencia de los fluidos que llenan los músculos aparece antes en la parte alta: primero el rostro se afina y arruga; luego el cuello; después el pecho y los brazos; las partes bajas continúan hasta el final tan rollizas como siempre. De modo que, si se cubre la parte superior con una cesta, y se considera solo lo que está por debajo del corsé, es imposible distinguir entre una mujer mayor y una joven. Y como en la oscuridad todos los gatos son pardos, el placer del disfrute corporal con una mujer de mayor edad es por lo menos igual, y a menudo superior, ya que todos los trucos pueden mejorar con la práctica.
Luego están los literatos que te sorprenden porque no sabías que en su vida íntima eran unos salvajes karatekas. Stendhal, que ¡oh, qué parraque le dio ante la belleza de una iglesia!, no parece tan delicado ante la belleza de una mujer. A su amigo Prosper Mérimée, le mandó este manual de instrucciones:
He aquí un método muy sencillo: mientras está acostada, la magreas, etcétera; ella empieza a tomarle gusto. La costumbre, sin embargo, siempre la lleva a resistirse. Entonces, sin que se dé cuenta, debes apoyarle el antebrazo izquierdo en el cuello, por debajo del mentón, de manera que la ahogues; el primer movimiento consiste en llevar la mano ahí. Entretanto, debes coger el miembro entre el índice y el pulgar de la mano derecha y meterlo en la máquina: por poca sangre fría que le pongas, es infalible.
Y así continúa esta colección de Cartas eróticas sorpresa tras sorpresa. Ese placer de husmear en las pasiones individuales, las pasiones de época y las pasiones pringadas de ideología, como la de Claretta Petacci, la amante del Duce, que de esto de las nuevas masculinidades abominaría bastante. Ella lo que le decía a su bitch, Benito Mussolini, era esto:
De tu viril rostro parecían brotar chispas de fuerza, agresivo como un león, violento y majestuoso. (...) Es como una ráfaga, un vendaval de superioridad, de grandeza, de juventud que embiste, golpea y nos aturde hasta dejarnos inmóviles.
Pues parece que así era la lascivia fascistoide.