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Más allá de Plácido Domingo: por qué sí importa lo que haga “dios”

Una de las mejores lecciones de periodismo es escuchar a los reporteros Emily Steel y Michael Schmidt contar cómo investigaron las acusaciones de acoso sexual contra el presentador Bill O'Reilly. La exclusiva se publicó unos meses antes del escándalo del productor Harvey Weinstein y del movimiento de #metoo para romper el silencio sobre poderosos abusadores. 

Las acusaciones de acoso y abuso sexual de personas con poder político o económico y con pocos o ningún testigo de los actos en sí son difíciles de reportear. A menudo se trata de hechos con años de antigüedad y la mayoría de quienes los han sufrido se sienten en inferioridad de condiciones, no quieren meterse en un lío personal y profesional con posible escarnio público y optan por callar. Durante siete meses, Steel y Schmidt, del New York Times, entrevistaron varias veces a las víctimas de O'Reilly, sus familiares, sus conocidos y cualquier persona que pudiera corroborar relatos y detalles. Comprobaron mapas, agendas y localizaciones, buscaron personas que no hubieran hablado entre ellas y examinaron emails, diarios y acuerdos extrajudiciales. Cuando no podían verificar un detalle con la declaración de otra persona o un papel, lo quitaban. “Estábamos aterrorizados de equivocarnos en un detalle pequeño”, nos contaba Schmidt a un pequeño grupo de periodistas hace unos meses en Harvard

Una de las labores más difíciles es convencer a las víctimas de que accedan a publicar su nombre o den detalles. Steel relataba cómo utilizaba con sus entrevistadas frases de la película Spotlight, que cuenta la investigación del Boston Globe que destapó los abusos sexuales en la Iglesia católica. Esa escena en la que Sasha Pfeiffer (la actriz Rachel McAdams) le dice a un hombre violado por un cura que no puede utilizar eufemismos: “La gente tiene que saber qué pasó exactamente”.

Pero, ¿por qué investigar a fondo acusaciones de acoso sexual? ¿Por qué ahora? En los supuestos más graves se indagan hechos que pueden constituir delitos de violación, como en los casos de Weinstein o Bill Cosby, o de tráfico de menores, como en el de Jeffrey Epstein. En otros, se trata de posibles ejemplos de acoso sexual en el trabajo con matices más difíciles de calibrar y la mayoría de las afectadas o afectados prefieren no recurrir a los tribunales. 

Este último supuesto es a menudo caricaturizado sin información, con mala intención e incluso con interés egoísta pensando en el comportamiento propio. Pero los grandes medios que han investigado tan a conciencia como el New York Times, el New Yorker, AP o el Washington Post lo han hecho por las consecuencias que tiene una forma de abuso de poder especialmente habitual e invisible en sectores donde se mueven fama, fortuna y a veces dinero público. Esto no es un debate de costumbres: estamos hablando del efecto de acosadores (o autores de delitos más graves) en las vidas y las carreras de personas en sectores con impacto en nuestra sociedad. 

No se trata de “babosos”, en la versión eufemística más suave, o de unos acosadores cualquiera. Se trata de personas que controlan los recursos y la atención de un sector y que con su ejemplo ayudan a dar forma a una cultura. Cada caso es único y no todos se investigan igual, pero el patrón se repite y refleja una cultura de disculpa, protección o incluso aliento de los abusos de poder. Una cultura que empieza a estar superada en algunos lugares y que en otros en cambio se resiste a morir.

La aceptación del acoso sexual como parte del panorama profesional se asemeja a la aceptación de la corrupción. Sucede hasta que algo cambia, habitualmente con el empuje de la buena prensa y el relevo generacional, para que la anormalidad deje de asumirse como normal. Basta recordar los ataques contra los pocos periodistas que se atrevían a publicar casos de corrupción y tráfico de influencias de políticos, de los más graves a los más anecdóticos, en la España de los años 80. 

La agencia AP cuenta ahora, con el rigor habitual de los grandes medios de Estados Unidos, las acusaciones de acoso sexual contra Plácido Domingo. Como dice una de las entrevistadas, Domingo es “dios” en el mundo de la ópera. En su extraordinaria carrera como tenor, barítono, director de orquesta, productor y fundador de ópera, el cantante es una de las personas más influyentes y admiradas en su sector y más allá. Basta con que aparezca su sombra en el escenario de la ópera de Nueva York para que el público se ponga a aplaudir entusiasmado antes de que haya cantado una sola nota.

Una de las entrevistadas por AP, que no ha querido publicar su nombre por miedo a represalias pero cuya identidad conoce la agencia y cuyo relato la periodista ha comprobado por varias fuentes, utiliza el verbo “borrar” para describir el efecto de la relación con el cantante. “La gente ha abandonado el sector y ha sido simplemente borrada por rendirse o no rendirse a él”, dice.

AP no publica la historia a la ligera y no presupone culpabilidad, delito o consecuencias: publica los testimonios tras entrevistar a cantantes, familiares y otros colegas de las óperas de Estados Unidos, y encuentra un patrón similar de comportamiento durante décadas. Por supuesto, AP avisó al protagonista antes de publicar el artículo y le mandó preguntas pormenorizadas sobre todos los casos que se citan (el artista prefirió dar una respuesta genérica, que la noticia incluye). Por esos estándares, esta información tiene peso y por eso algunas instituciones se la toman en serio como para encargar su propia investigación independiente, como ha hecho la ópera de Los Ángeles antes de tomar cualquier decisión que afecte a su director y fundador. 

En España la labor periodística pormenorizada en casos que afectan a poderosos aún suele ser acogida con desdén y poca atención a los detalles. Eso tal vez explique por qué apenas se han investigado casos parecidos. El equipo del periodista Tomás Ocaña trató de investigar para Telemadrid el cine español, pero se topó con muchos obstáculos. La serie Rompiendo el silencio de eldiario.es, la información sobre el acoso a las masajistas de El Confidencial o la cobertura de El País sobre los abusos en la Iglesia están entre las excepciones. No suelen publicarse nombres ni de acosados ni de acosadores. 

La limitada atención que suelen tener estos casos suele ser para criticarlos y reducirlos a la caricatura agarrándose a algún detalle incompleto que no afecta a las grandes investigaciones de los últimos años. Incluso periodistas se apremian a mofarse del reporterismo cuidadoso de otros o a culpar a las mujeres. O a los hombres, como en el caso de Kevin Spacey, que -pese al proceso judicial desestimado por la retirada del denunciante- no ha sido exculpado de acosar a más de 20 chicos, entre ellos menores, como este actor que tenía 14 años. Muchos no han denunciado (como es habitual en estos casos) porque no creían que “hablar de ello seriamente fuera una opción”, como decía Harry Dreyfuss, que tenía 18 años cuando coincidió en un plató con Spacey. Quienes intentan denunciar se pueden encontrar con que ha pasado el plazo para hacerlo, como en este otro caso

El papel de los periodistas no es atacar a Plácido Domingo -AP, el Times y otros medios no lo están atacando, están informando de manera aséptica y cuidadosa-, pero tampoco defenderlo sin información en un asunto tan delicado, difundiendo bulos que sonrojan (¡la Cienciología!) o falsedades sobre otros casos sin relación e inventando persecuciones que no existen. Una investigación independiente de la ópera de Los Ángeles que dirige Plácido Domingo no es una persecución y, más allá de este caso concreto, la prioridad de grandes óperas como ésta y la de Nueva York es crear un ambiente de trabajo donde no haya acosadores ni acosados. 

Pero en España parece que hay más interés en hacer ruido que en romper el silencio. 

Aquí no hay diarios con 1.600 periodistas como el New York Times ni publicaciones que tengan el equipo de fact-checkers del New Yorker. Pero, ¿tampoco podemos ser el Indianapolis Star? Ese periódico de Indiana que vende unas decenas de miles de copias destapó a Larry Nassar, el médico y terapeuta del equipo de gimnasia de Estados Unidos condenado por abusar de al menos 250 chicas, entre ellas muchas menores.

La mayoría de los casos sobre los que informan los medios no son tan graves ni tan dramáticos como el de Nassar, pero investigar con tiempo y seriedad es cuestión de prioridades. A menudo falta paciencia, pero no faltan recursos.

Contando con que los cauces legales y policiales son la garantía en un estado de Derecho, la prensa tiene también un papel esencial para establecer los hechos y denunciar los posibles abusos igual que ha hecho con los casos de corrupción grandes y pequeños. 

Pero incluso con la voluntad periodística uno de los principales obstáculos para destapar abusos es que el coste social de hablar sigue siendo demasiado alto. La empatía inmediata hacia el poderoso es muy chocante y desanima a cualquiera que haya considerado contar algo alguna vez, casi siempre por el impulso de que no le pase a otras personas. Pienso en algunas amigas y en los tíos que se les han tirado encima aprovechando su posición, con el desdén de quien sabe que a ellas no les conviene hablar, y creo que seguirán calladas. Y eso es una mala noticia para la sociedad.

Algo esencial nos falta. O tal vez nos sobra.