La imagen que nos acompaña la he obtenido esta semana con la cámara del teléfono móvil. Es, o mejor dicho era, la playa de Pineda de Mar: un municipio costero de la comarca del Maresme, en la provincia de Barcelona. Merece la pena que le echen un vistazo mientras la comentamos, aunque es posible que la conozcan pues se repite a lo largo de nuestra costa mediterránea.
Esos bloques de hormigón que se desmoronan sobre las rocas daban forma hasta hace poco a un agradable carril bici que iba bordeando el paseo marítimo. Las palmeras, que ahora se sostienen como estatuas temblorosas sobre su cadalso, crecían ayer en tierra firme rodeadas de jardines. Los cables y las tuberías que aparecen destripados sobre la arena estaban bajo tierra. El temporal lo ha descuajado todo.
Si se fijan en el fondo de la imagen verán una construcción que se mantiene milagrosamente sobre la arena, esperando a que el próximo golpe de mar se la trague para siempre. Los bloques de viviendas que hay tras ella tiemblan de miedo porque saben que serán los próximos. Para entonces ya habrá desparecido la vía del tren que corre en paralelo al paseo marítimo, tras esa verja oxidada que se ve entre las casas y la playa. Renfe lo sabe, y también está temblando.
Las tareas de reconstrucción de la fachada litoral en los municipios afectados por el penúltimo temporal ya están en marcha. Pero nadie parece interesado en afrontar las verdaderas causas, solo se centran en remendar los efectos. El cortoplacismo que mueve en la mayoría de los casos a nuestros gobernantes no les deja ver más allá.
Su urgencia es volver a poner cada cosa en su sitio. Antes de que lleguen los turistas hay que reconstruir el paseo marítimo y los accesos a la playa, retirar todo lo que el mar ha depositado en la orilla, aumentar las defensas a base de rocas y hormigón armado y reponer todos los equipamientos. Y eso está muy bien, pero es lo mismo que se hizo el año pasado y el anterior, y lo que que deberán hacer el próximo: poner parches en lugar de emprender medidas serias de prevención y adaptación.
Lo que no tiene lógica alguna es seguir apostando por la regeneración de playas con arena sacada del fondo del mar mediante barcos draga. Algo que, además de suponer un considerable malgasto de fondos públicos, tiene desastrosas consecuencias para los ecosistemas costeros, convirtiéndolos en auténticos desiertos submarinos y afectando a la pesca artesanal, la más sostenible.
La desaparición de las playas no se combate trayendo arena del fondo o echando más rocas al agua. Lo que hay que afrontar son las verdaderas causas: la disminución del aporte de sedimentos de los ríos y el asfaltado y cubrimiento de las rieras. La proliferación de puertos deportivos que provocan un efecto sombra al retener la arena y alterar la dinámica litoral y los abusos en la construcción, muchos de ellos cometidos en plena zona marítimo-terrestre, de los especuladores urbanísticos.
Causas a las que hay que sumar ahora la imparable subida del nivel del mar, que según los investigadores del Panel Internacional de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC) alcanzará más de un metro respecto al nivel actual antes de final de siglo.
En el área del Mediterráneo, donde la mayoría de playas suelen ser arenosas y de poca pendiente, ese aumento de un metro en el nivel del mar equivaldría a la pérdida de 100 metros de arena hacia el interior. Si eso acaba ocurriendo, y algunos informes alertan que puede ser incluso peor, reducirá notablemente las zonas óptimas para el baño entre Portbou y Tarifa.
Hagan sus cálculos. Intenten establecer la amplitud de la playa a la que suelen acudir de veraneo. Efectivamente: es posible que los nietos de sus nietos nunca se bañen ahí. Cuanto más tardemos en aceptar esa realidad y adaptarnos a ella peores serán las consecuencias.