Cuando al sustantivo pobreza se le añade el adjetivo severa es como cuando se le pone de coletilla a una enfermedad. Si se le añade el adjetivo extrema, la enfermedad es terminal. Desde el comienzo de la pandemia, la pobreza extrema se ha disparado en el Estado español. Significa que cada vez más personas a nuestro alrededor están a punto de morir. Su corazón seguirá latiendo, se mantendrán sus constantes vitales, todos los órgano funcionarán, acaso se les vaya un poco la cabeza. Son personas que con la Covid han empeorado, aunque su virus sea otro: lo que les mata es la pobreza. El coronavirus ha vuelto severa una enfermedad que ya se padecía, ha llevado al extremo el sufrimiento de un mal que ya existía. Un mal social y, por tanto, político.
En el último año, las colas del hambre han crecido de manera exponencial. A ellas se han sumado personas que nunca habrían sospechado que acabarían ahí, pidiendo la ayuda más básica, recibiendo un paquete de arroz. Según el informe que ha publicado Oxfam, las 790.000 personas contagiadas de severidad hacen que la cifra, extrema, de esa pobreza sea de 5,1 millones. Toca digerir estas cifras. Suerte si al menos digerimos con coherencia, es decir, con el estómago lleno. A todas esas personas a punto, en sentido quizá no tan figurado, de morir hay que sumar los 10,9 millones de personas que se encuentran en situación de pobreza relativa, es decir, que ganan alrededor de 700 euros al mes. Hagan cuentas, señores.
Es cierto que en las colas del hambre esperan ahora personas, como pequeños comerciantes, que nunca habrían pensado que pudieran contagiarse de la pandemia de la pobreza, gente que ha enfermado, que se ha empobrecido. Pero la verdad es que ricos no se ven en esas colas. Ni ricos, ni empresarios del IBEX, ni princesas, ni reyes. La mayoría son personas que ya estaban inoculadas de precariedad, infectadas de paro prolongado, personas que estaban en el grupo de riesgo de la exclusión, en la cuerda floja de un insano sistema de desigualdad. No es de extrañar que la mayoría sean mujeres y migrantes: ante la enfermedad de la pobreza, ser mujer y migrante debilita el sistema inmunitario. Tanto, que las ONG han empezado a proporcionar compresas y tampones a las mujeres que sufren pobreza menstrual, algo de lo que ni se habla ni hay datos, como ha contado la periodista Paka Díaz en este artículo, de obligada lectura para entender hasta qué punto se feminiza la pobreza.
Desde un punto de vista político, la más preocupante paradoja es que la colas del hambre lleguen a ser caladeros del populismo ultraderechista. Ya les están sacando partido Ayuso y Almeida y Monasterio. Siempre han pescado los fascismos y sus acompañantes en el pozo sin agua que es la desesperación de los pobres. En eso debiera volcar todos sus esfuerzos una izquierda que se quiera coherente, una izquierda cuya única bandera sea la justicia social. No en los movimientos unilaterales de unos, en las declaraciones burdas de otras, en los rencores intestinos, en el abono unánime de la decepción. En la pobreza política. En Madrid, donde las aguas de todos los pozos están peligrosamente revueltas, donde ni siquiera se han aprobado nuevos presupuestos desde 2018, habría que haber negociado una candidatura unitaria de izquierdas para concurrir a las próximas elecciones. Sí. Porque lo que más debe importar no es otra cosa que las colas del hambre, el virus del empobrecimiento, la pobreza menstrual, la pobreza infantil, la pobreza sobrevenida, la pobreza severa, la pobreza extrema. Una formación política de izquierdas no ha de tener otra prioridad. Que se hubieran apañado los unos y las otras. Complicado, sí, después de haberte tirado todos los trastos a la cabeza. Pero más complicado es no tener nada a lo que poder echar mano. Más complicado, mucho más, si no se intenta evitar por todos los medios al alcance, que llegue a gobernar la ultraderecha. Es tarde para aquello, qué pobreza. Solo nos queda que no quede en casa un solo voto de izquierdas, un voto de emergencia antifascista. Y trabajar, después, las unas y los otros, apañarse, contra el auténtico enemigo común: el que no solo alimenta la pobreza severa con sus políticas de injusticia social, sino que trae consigo la enfermedad extrema de la pobreza moral.