Todo arde bajo una lupa. Todo se deforma bajo una lupa. Exigimos lupa sobre la clase política, pero ¿resistiríamos cualquiera de nosotros bajo una lente de aumento?
A veces juego a mirarme yo con la lupa, un pasatiempo que os recomiendo. Me imagino que soy alguien importante. Alguien con poder, o con aspiración de tenerlo. Alguien con enemigos. Con enemigos poderosos. Y entonces me colocan la lupa. Con toda la intención. Con mala intención. Puedo leer los titulares de prensa acusatorios, las exageradas declaraciones de mis adversarios, las columnas de opinión justicieras, la indignación tertuliana, el linchamiento tuitero.
No tengo nada delictivo en mi pasado, ojo. He cometido errores, claro. Como cualquiera, nada especial. Pero si miro mi vida bajo una lupa, no tardo en ver cosas que, aumentadas –y deformadas– por la lente, pueden ser difíciles de explicar. Pueden ser feas. Pueden incluso arder bajo la lupa. Con mucho menos se han hecho grandes hogueras.
Por supuesto, yo no aspiro a gobernar. No tengo enemigos, no al menos enemigos poderosos. Tampoco voy dando lecciones de transparencia, ni he colocado el listón en lo más alto. No merezco la lupa. Pero la pregunta sigue siendo válida: ¿cuántos resistiríamos que nos mirasen así?
No estoy diciendo que todos seamos iguales, alto ahí. Que nadie pueda arrojar la primera piedra no iguala comportamientos. No es lo mismo una bofetada que un asesinato, pagar en negro la reforma del baño que pagar en B la sede del partido, una multa de tráfico que una tarjeta ‘black’. Todos son comportamientos feos, pero no igual de feos.
El problema es que bajo la lupa todo se ve feo. Monstruoso. Hagan la prueba. La suciedad y los defectos se magnifican. Todo se agranda, se pierde la proporción. Y bajo una lupa todo arde. Cuanto más seco el pasto, más fácil. Pero hasta la hierba mojada acaba echando humo si mantenemos la lupa el tiempo suficiente.
Confiamos en la lupa, la creemos infalible. Exigimos lupa, como una prueba de limpieza en democracia. Y quizás la lupa no siempre es fiable y, sobre todo, no es inocente. La mano que empuña es la que decide hacia dónde dirigirla, con qué aumento, cuánto tiempo.
Hoy la lupa se dirige contra Podemos. Es evidente que no es una lupa inocente, que hay un propósito de desacreditarlos, de romper el hechizo, desalentar a los votantes extendiendo el mensaje de “en el fondo, todos son iguales”.
Ellos mismos han puesto fácil el recurso a la lupa. Si construyes tu discurso sobre la raya en el suelo (a un lado los corruptos, al otro nosotros), bastará con que roces la raya para que tu discurso se desmorone. Y eso intentan los de la lupa: sorprenderlos con un pie sobre la raya, demostrar que no llegan al listón que ellos mismos han elevado. En un momento en que la ciudadanía está hipersensible, la lupa se convierte en arma política. Arma arrojadiza.
Por supuesto, no vale con culpar a la lupa. No vale el victimismo, que suele ser la respuesta fácil, también en Podemos. No vale decir que todo es una campaña de la casta. La fealdad que aparezca bajo la lupa habrá que explicarla muy bien, y no todo lo que muestre será igual. No es lo mismo falsear un currículum (grotesco golpe de lupa que se aclara fácilmente) que tener ingresos bajo sospecha. En el segundo caso hay que explicarlo muy bien, y cuanto más tardes en despejar esa sospecha, más humo saldrá, y más flaqueará tu discurso regenerador.
Imagino a los dirigentes de Podemos haciendo estos días el ejercicio que proponía al principio: mirándose ellos mismos bajo una enorme lupa. Adivinando por dónde vendrá el próximo golpe.