Les sugiero que no se dejen llevar por el titular, lo que viene a continuación contiene más matices de lo que parece. Además, he de reconocerles que no estoy nada seguro de lo que he terminado escribiendo. Cada vez que me pongo a leer, pensar o debatir sobre la polarización me entran muchas dudas. Aunque intuyo que no soy el único al que le pasa.
A pesar de lo mucho que se habla y escribe de polarización no parece existir acuerdo sobre este fenómeno. Constato que utilizamos la palabra para referirnos a otras realidades, como el gregarismo social, el hooliganismo político o la crispación. Además, en la medida que se trata de una dinámica global con expresiones locales muy diversas, nos cuesta identificar su esencia y diferenciarla de anécdotas. Intento explicarme.
A menudo hay palabras que hacen fortuna y se incorporan al debate público con tanta intensidad que nos las encontramos hasta en la sopa. En su éxito subyace su fracaso porque terminan usándose para describir cosas tan diferentes que al final no sirven para explicar nada ni para comunicarse con ellas. Eso ha sucedido con “populismo”, recientemente con “woke”, sin olvidar a la manoseada “fascismo”.
Algo de eso está pasando con “polarización”. La usamos para referirnos a cosas tan distintas que, para explicarnos, tenemos que acompañar al substantivo con una infinidad de adjetivos –ideológica, partidista, afectiva, emocional, cotidiana–. Además, la polarización nos sirve como el “pharmacos” al que colgarle la culpa de todo lo que no nos gusta o nos produce desazón. Algunos incluso la utilizan para canalizar su melancolía –nostalgia de lo que nunca existió– de tiempos pasados donde supuestamente reinaba la armonía social y política.
En su libro Polarizados –cuya lectura recomiendo–, Luis Miller utiliza los datos del CIS para constatar que la sociedad española está hoy más dividida. A partir del seguimiento de preguntas que se han ido repitiendo durante 30 años detecta un aumento significativo de la polarización de opiniones entre los votantes de diferentes partidos.
En las respuestas a la pregunta de si en España se pagan muchos o pocos impuestos se detecta una polarización importante en la opinión de los votantes de los diferentes partidos. Se ha pasado de los 17 puntos de diferencia que había en 2010 entre los “extremos” del PP e Izquierda Unida a los 59 puntos diferenciales que hay en 2022 entre Vox y Unidas Podemos.
Pero en realidad, lo que aparenta ser una polarización del conjunto de la sociedad obedece en buena parte a la aparición de Vox. Y al cambio radical de opinión de los votantes socialistas, que durante décadas tuvieron una opinión prácticamente idéntica a la de los votantes del PP. Todo apunta que orientados por unos líderes del PSOE que popularizaron aquello de “bajar impuestos es de izquierdas”.
Para explicar esta indistinción entre la socialdemocracia y la derecha algunos optan por juicios morales y análisis judeocristianos. Yo prefiero indagar en las causas materiales que la propiciaron. Creo observar que durante décadas existió un pacto implícito –fruto de intereses que se consideraban compartidos– entre los poderes económicos y las llamadas clases medias, con la exclusión social y la marginación política de los sectores más pobres de la sociedad. Sobre esa realidad construyó el neoliberalismo su hegemonía.
Las sucesivas crisis han dinamitado esta armonía ideológica. Las clases medias están sufriendo un deterioro de sus condiciones de vida y ven frustradas sus expectativas. Un proceso que puede agravase con los impactos de la transición digital y la ecológico/energética si no somos capaces de articular transiciones justas.
En los últimos años se ha producido en nuestras sociedades una significativa disrupción ideológica respecto a las décadas de hegemonía neoliberal. Es lo que se detecta en las respuestas a las preguntas del CIS sobre fiscalidad. También en el mayor protagonismo que ha adquirido la desigualdad social, olvidada durante décadas en el debate público. O en la perdida de glamur social de la meritocracia, ese placebo que el neoliberalismo nos ofrece para legitimar las desigualdades sociales. O en el mayor protagonismo del estado en la economía. Se trata de una dinámica global.
Eso que se presenta como mayor polarización es a mi entender la vuelta de la ideología a la política. A partir de una obviedad, en nuestras sociedades existen conflictos de intereses entre diferentes sectores sociales y diversas maneras de abordarlos. Los hay sobre el modelo relaciones laborales o el salario mínimo. Sobre la consideración de la vivienda como un derecho humano o un producto financiero. Sobre el papel del Estado y el mercado en la economía y la sociedad. Sobre los derechos civiles de las minorías. Sobre las políticas de acogida de la inmigración. O sobre la igualdad de género. En definitiva, sobre el modelo de sociedad.
En mi opinión esta polarización ideológica no solo no debilita la democracia, sino que la refuerza. Lo que erosiona la democracia no es la polarización, sino la indistinción política entre los diferentes partidos. Creo habérselo leído a Lluís Orriols en su Democracia de trincheras. Si los melancólicos de la supuesta armonía social del pasado se salieran con la suya, con un Gobierno de concertación entre el PSOE y el PP, el resultado sería, probablemente, un aumento de la desafección política.
Que existan intereses sociales contrapuestos y se expresen en forma de polarización ideológica no significa, por supuesto, que estos sean irreconciliables. Componer intereses en el espacio común de la sociedad es una de las tareas de la política, también de las organizaciones que desempeñan funciones de intermediación social, como sindicatos y organizaciones empresariales.
Aunque hoy los partidos políticos juegan esta función de intermediación de manera muy deficiente y algunos se han convertido en una fábrica de hooliganismo social y gregarismo político. Especialmente cuando se trata de abordar conflictos relacionados con la identidad, o mejor dicho las identidades, cada vez más fragmentadas y desvertebradas.
Los humanos tenemos cierta propensión al gregarismo y en los últimos tiempos ha crecido la tendencia a agruparnos en rebaños identitarios, cada vez más cerrados. Quizás porque ante tantas incertidumbres y miedos buscamos certezas y seguridad en la tribu. También nos atrae el hooliganismo, entre otras cosas porque solemos afirmar nuestro yo frente y contra los otros. Lo ha analizado Mariano Torcal en su libro De votantes a hooligans.
A este auge del gregarismo y el hooliganismo contribuye la biosfera de la comunicación. Espero que se me entienda, no pretendo culpar a medios de comunicación, ni tan siquiera a las redes sociales. El gregarismo y el hooliganismo son tan antiguos como las tribus y tienen raíces tan profundas como el tribalismo. Pero me atrevo a afirmar que son colaboradores necesarios de su crecimiento en los últimos años. Lo vemos muy claro cuando se trata de las mentiras de la cadena FoxNews y el papel que jugaron en la creación del clima propicio para el asalto al capitolio de EUA. En cambio, nos cuesta aceptarlo cuando esto sucede en nuestra casa.
Una realidad compleja como la del ‘procés’ independentista no se explica solo por eso, pero tampoco se entiende sin el papel que jugaron algunos –demasiados– medios de comunicación y las redes sociales. En Catalunya, la disonancia cognitiva del ‘procés’ no puede explicarse sin el papel de los medios y las redes sociales.
Lo mismo sucede con el crecimiento de la extrema derecha, que en todo el mundo se alimenta del paradigma del enemigo al que demonizar y combatir. Creo que, de la misma manera que la recesión económica incentivó la polarización ideológica, la crisis institucional catalana ha sido el caldo de cultivo propicio para la radicalización identitaria del nacionalismo español. Algunos medios de comunicación –también demasiados– juegan el papel de trampolín de una estrategia construida sobre mentiras, manipulación y odio.
Por eso no deberíamos identificar la polarización ideológica con las dinámicas de crispación organizada. Confundirlas es una estrategia que alimenta la extrema derecha y sus portavoces mediáticos para diluir sus responsabilidades. Pretenden hacernos creer que todos los partidos o medios de comunicación son igualmente responsables del clima de crispación. Y no es así.
En una reciente investigación impulsada por LLyC y Más Democracia se confirma la adicción humana a la “droga” de la polarización. Yo añadiría que con mayores niveles de adicción cuando se convierte en crispación. Quizás eso explique la tendencia de los partidos a utilizarla como factor de cohesión identitaria y de los medios de comunicación a usarla en su incesante búsqueda de la audiencia a cualquier precio.
Un caso paradigmático es el éxito, al menos en Madrid y de momento, de Isabel Díaz Ayuso con su estrategia de crispación. Algo parecido podría decirse de algunos líderes de la izquierda que la utilizan para cohesionarse frente a otros y en su interno.
Aunque he de reconocer que estos ejemplos resultan contradictorios con el hecho de que la política mejor valorada sea Yolanda Díaz, alguien que ha hecho de la moderación su bandera y que practica un estilo sereno de hacer política. La vicepresidenta ha demostrado que se puede dar la batalla política, polarizando ideológicamente como hace con la dialéctica de los datos en las sesiones parlamentarias de control, sin crispar. Las izquierdas deberían ser conscientes de que el ruido ensordecedor de la crispación impide oír la dulce melodía de las políticas públicas. Y eso que puede entenderse, aunque no justificarse, cuando se está en la oposición, es suicida cuando se gobierna.
Para concluir estas miradas de observador chusquero me permito utilizar un símil que le leí a la amiga Cristina Monge. Quizás con la polarización pasa lo mismo que con el colesterol, dicen que lo hay del bueno y del malo. Quizás la polarización ideológica, que canaliza los conflictos que surgen de los diferentes intereses sociales en juego, no solo no debilita la democracia, sino que la refuerza. Y en cambio, la polarización que se hace acompañar de gregarismo, hooliganismo o crispación la corroe. De momento y a la espera de la publicación del libro de Gonzalo Velasco “Pensar la polarización” continuaré leyendo y escuchando para intentar comprender la complejidad del fenómeno.