El polvorín del conflicto judicial

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Nuestro sistema judicial se ha convertido en una trinchera interminable. Primero se movilizaron los letrados de la administración de justicia, con una huelga indefinida que duró dos meses y paralizó decenas de miles de procedimientos. Después vinieron paros convocados por los sindicatos de funcionarios públicos y también protestas de diversos sectores de la abogacía. Ahora se ha anunciado una huelga de jueces y fiscales. Sin embargo, no se trata exactamente de una guerra de todos contra todos, como diría Hobbes, sino de un envite de todos los colectivos de la justicia contra quienes deberían resolver las insuficiencias en dicho ámbito.

Asistimos a quejas muy extendidas, desde el trasfondo del inmenso malestar que recorre todos los palacios de justicia, a partir de una desmedida sobrecarga de asuntos. Muchos de nuestros órganos judiciales están trabajando a más del 200% de la carga prevista oficialmente como adecuada. Los organismos europeos nos recuerdan constantemente que nos encontramos en los niveles más bajos de la UE en porcentaje de jueces por habitante. Y se trata de penurias que también afectan a los restantes operadores jurídicos. Las montañas de papel siguen decorando los juzgados, a menudo en edificios judiciales insalubres, y la digitalización se va implantando con lentitud parsimoniosa. Por razones obvias, la incapacidad estructural para afrontar la litigiosidad existente provoca sensibles demoras que perjudican a la ciudadanía. Un fracaso institucional de esta envergadura no se improvisa en dos meses o en dos años, sino que es el resultado de un irresponsable abandono histórico por parte de nuestros gobernantes. 

No solo son exiguos los medios personales y materiales. Además, se encuentran pésimamente organizados. Nuestra demarcación procede en gran parte de un decreto de 1834 que trazó unos partidos judiciales propios de un país esencialmente rural, con comunicaciones difíciles, sin apenas similitudes con los tiempos actuales. Han transcurrido casi dos siglos, pero seguimos con la misma organización territorial. Y no han acabado de cuajar las tentativas desordenadas de desarrollar una nueva oficina judicial que supere el sistema burocrático decimonónico de los juzgados que se crearon en esos partidos judiciales. 

También hay insuficiencias significativas de marco procesal. Nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal fue aprobada en 1882. Aunque ha sido objeto de reformas, parcheados y remiendos, todavía conserva buena parte de su articulado inicial. Con referencias a los alcaides, relatores, alguaciles y escribanos de cámara, bastantes de sus pasajes nos transportan al aroma y a la letra de las novelas de Benito Pérez Galdós, cuando la gente viajaba en carruaje y comenzaba a utilizarse la luz eléctrica. No se puede investigar y juzgar la delincuencia del siglo XXI con instrumentos del siglo XIX. Nuestro proceso penal sigue siendo muy farragoso y, además, la combinación con la carestía de medios facilita que se retarden sensiblemente los procedimientos.

A pesar de las promesas electorales unánimes de todas las fuerzas políticas para modernizar el sistema judicial, también ha sido unánime el incumplimiento de esos compromisos por parte de los sucesivos gobiernos. Y la ciudadanía percibe las graves deficiencias existentes. Según el CIS, cerca del 80% de la sociedad piensa que la reforma de la administración de justicia es bastante o muy necesaria. Y el 72% considera que hacen falta más jueces. Los niveles de satisfacción de la ciudadanía con la justicia se encuentran en niveles bajísimos y a considerable distancia de otros servicios públicos, como la sanidad, la educación o los servicios sociales.

Todas esas anomalías son sufridas especialmente por los abogados y abogadas, que las explican detalladamente con toda la razón a sus defendidos. Y las carencias se acentúan en un espacio tan sensible para la tutela judicial en un Estado Social como el turno de oficio, con serios perjuicios para los letrados, que se concretan en retribuciones insuficientes, condiciones penosas y derechos profesionales muy limitados.

Cabe añadir que, en el ámbito judicial, la sobresaturación ha desencadenado numerosas secuelas en materia de salud laboral. Y, paradójicamente, ese exceso de trabajo se ha visto recompensado en los últimos años con los más diversos recortes salariales, así como con la inobservancia de las promesas de reintegro económico. No puede sorprender que la consecuencia más directa de esta situación sea una intensa desmoralización y un creciente enfado en todos los ámbitos. 

Algunas voces afirman que esas protestas están siendo alentadas por sectores contrarios al gobierno. Sin duda, en todos los colectivos puede haber grupos que busquen el desgaste de cualquier gobierno, pero no tendrían éxito si no existiera una base de descontento generalizado. La justicia es un gran bosque seco, candente y sin apenas gestión forestal, al que solo falta una colilla y un poco de viento para que se incendie por completo. O, si se desea una metáfora más explosiva, nuestro sistema judicial es un polvorín que puede estallar ante una mínima mecha.

Por otro lado, no se debería ignorar que una huelga de jueces y fiscales presenta efectos simbólicos muy notables, por la relevante función constitucional que desempeñan. Sería lamentable que desde el ámbito ministerial no se adoptaran las medidas necesarias para encauzar una conflictividad tan manifiesta. Ante una convocatoria de huelga, se puede discutir el calendario decidido, la forma de plantear los paros o las razones de oportunidad. No obstante, si analizamos con ecuanimidad el fondo de las tensiones, hay motivos de insatisfacción muy evidentes, que son compartidos por todas las sensibilidades ideológicas de estas profesiones. El Gobierno debería mover muchas fichas e impulsar todas las iniciativas pertinentes, para evitar nuevos terremotos que todavía empeoren más la salud de un enfermo que no está precisamente para exponerse a emociones muy fuertes.

La realidad es que en el ámbito político solo ha habido debates enfervorizados para controlar la cúpula judicial, como lo demuestra el lastimoso espectáculo que rodea la situación del desacreditado CGPJ. Pero jamás hemos visto esas mismas pasiones parlamentarias tormentosas para promover una reforma del sistema judicial que lo convierta en un servicio público de calidad. Al mismo tiempo, una gran parte de nuestra sociedad no ha exigido soluciones, en contraste con las movilizaciones cívicas en otros sectores. Y los colectivos judiciales deberíamos hacer autocrítica por no haber sabido buscar complicidades y apoyos en la ciudadanía, así como por no haber logrado trasladar el alcance de todas nuestras penalidades diarias. 

Sería triste que acabáramos diciendo que a la administración de justicia entre todos la mataron y ella sola se murió. Esta situación crítica sigue siendo una asignatura pendiente de nuestra democracia. Pero las crisis existen cuando lo antiguo no funciona y lo nuevo no acaba de surgir. Es hora de activar modificaciones estructurales en nuestro sistema judicial, porque todos estos conflictos son síntomas de patologías institucionales muy profundas.