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Las profecías pueden cumplirse

Cartel de protesta por la sentencia del Supremo de EEUU sobre el aborto.

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En una semana, siete días, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Scotus, nos ha ofrecido cuatro sentencias a cada cual más retrógrada, pero no inesperadas: New York State Rifle & Pistol Association, inc., et al. v. Bruen, superintendent of New York State Police, et al. (23-6-2022),  Dobbs, State Health Officer of the Mississippi Department of Health, et al. v. Jackson Women’s Health Organization et al. (24-6-2022), Kennedy v. Bremerton School District (27-6-2022) y West Virginia et al. v. Environmental Protection Agency et al. (30-6-2022). Obviamente no es este el lugar para analizar, como es debido, con pelos y señales, el contenido y efectos de estas sentencias. 

Sin embargo, a vista de pájaro, pudiera resultar de interés formular algunas consideraciones que alumbran el nervio conductor que, en mi opinión, las atraviesa. No basta, ni siquiera en este sucinta ojeada, decir, como he señalado al principio, que son resoluciones retrógradas. Algo más habría que decir.

La primera de las sentencias se refiere al derecho a portar armas en público por parte de adultos decentes (sic: law-abiding). Limitar ese derecho, se afirma, es, de hecho, convertir la segunda enmienda a la Constitución de los Estados Unidos en un derecho de segunda categoría, lo que es inadmisible. Que la tenencia irrestricta de armas de fuego en manos de los particulares es así, se demuestra de la mano de lo que se considera una interpretación originalista o, tomando el calificativo que los movimientos radicales protestantes de finales del siglo XIX en los EUA imponían en la lectura de Biblia, fundamentalista. En fin, la Constitución hay que interpretarla tal como la escribieron los Padres Fundadores; hay que volver a sus orígenes, a sus fundamentos. Basta decir que los Estado Unidos de 1791 poco o nada se parecen a los de 2022. Vale solo la dicción literal de un precepto que, de la mano, de los fundamentalistas, es ininterpretable más allá de su pura literalidad.

Este es uno de los nervios de las restantes sentencias, como esta, votadas 6 a 3, es decir, por la mayoría ultraconservadora del Tribunal Supremo de Washington. Nervio al que hay que prestar atención. 

La segunda sentencia, la ya conocida como Dobbs revoca el derecho al aborto de las mujeres, si bien con ciertas restricciones, derivado del derecho a la intimidad de las mismas derivado a su vez del derecho al proceso debido. Tal derecho de raigambre constitucional fue establecido en la sentencia Roe v. Wade (1973), ratificado y perfilado posteriormente en la  Planned Parenthood of Southeastern Pa. v. Casey (1992) -la mujer no debía obtener el permiso marital para abortar-. Sin entrar decisivamente en los aspectos más polémicos de la vida prenatal ni de los derechos de la mujer, en otra tortuosa configuración se establece que el aborto no es un derecho constitucional, pues la constitución no lo recoge y que su regulación corresponde a los estados. Se diluye un tema de dignidad de la persona y de derechos humanos en una cuestión de reparto constitucional de competencias. Algo que por estos lares también suena.

La tercera sentencia, la Kennedy, afirma que no constituye una lesión de la separación iglesia-estado -algo que, sin embargo, pese a lo que se imprime en los billetes de dólar, los Padres Fundadores tuvieron muy en cuenta- el que un funcionario público -un entrenador deportivo en un instituto estatal- rece en público y convide a sus pupilos a reunirse con él en sus plegarias. Olvida la sentencia que, aun sin obligar, el prevalimiento de un profesor puede hacer añicos la libertad de sus estudiantes, especialmente si son menores y dependen de él. Prevalimiento.

Según la cuarta y última de estas ejemplares resoluciones, la EPA -la Agencia (federal) de Protección Medioambiente- no tiene competencias en materia de regulación en el objeto de su cometido, sino que esas reglas, en todo caso, han de ser emitidas por el Congreso (federal). De nuevo, una cuestión de competencias daña, quizás de modo difícilmente reparable, lo que parecía una tendencia universal (en el mundo occidental) de protección creciente  del medio ambiente, como hábitat natural y necesario para la vida humana, como su soporte. Ahora, la competencia normativa -no la ejecutiva que se derive de ella- dependerá de un Congreso que, como la experiencia enseña, es pasto abierto y libre de los lobbies pro carbonización. Lobbies que se han mostrado hasta el momento eficazmente hábiles, llegando incluso a obtener del presidente Trump, en 2109, la retirada de los Estados Unidos del Acuerdo de París (2015). Afortunadamente esta retirada fue revocada por el presidente Biden al día siguiente de su toma de posesión, el 21 de enero de 2021.

Como se señala, las cuatro resoluciones están basadas en un pretendido originalismo. Pero el originalismo no es un modo interpretativo de las normas -en todo caso ahistórico y extemporáneo-, en este caso, de la constitución norteamericana, sino que un cuchillo de doble y simultáneo filo. Al igual que sucedió en los años 30 con el rooseveltiano New Deal, Scotus quiere hacer política y así dejar patas arriba la del gobierno de turno, que, recordemos, se basa en el sufragio universal, sistema al que la selección de los jueces del Tribunal Supremo es totalmente ajena. Por si este déficit de legitimación democrática no fuere bastante para torpedear sistemáticamente una política avalada por el voto ciudadano, se pretende además provocar una marcha atrás en conquistas jurídicas, sociales y económicas, conquistas que, por su propia naturaleza, eran desconocidas e incognoscibles por los Padres Fundadores: la supresión de la esclavitud, el voto femenino, la igualdad en la educación y en el acceso a la sanidad, la libertad de expresión en el mundo de las redes sociales, la liberación de la mujer… o sea que practicar el originalismo es volver al pasado, revocando, casi literalmente, el presente. 

En segundo término, ante el periodo continuadamente más progresista de la Historia del vecino del sur del Canadá, los años 60 y 70 del siglo pasado, el llamado Tribunal Warren, donde la jurisprudencia constitucional norteamericana ajustó su reloj al de los tiempos, ya el presidente Nixon clamaba por la despolitización de Scotus. Como siempre, quien clama por la despolitización, por lo que en realidad clama es por la vuelta a la derecha que, de forma vergonzante, se presenta como aséptica y profesional, como si fuera una máquina sin alma. Bajo Reagan, la Revolución conservadora de Newt Gericht, primero, y, posteriormente el Tea Party, bajo los Bush, fue recogiendo todo el extremismo religioso y en buena medida político, que culmina, por ahora, con Trump y la plétora de grupos como la AltRight.

Como señalan algunos comentaristas del otro lado del Atlántico, los demócratas no han sabido reaccionar. Sin contar, además, con algún que otro error no forzado, como la no dimisión a tiempo de Ruth Bader Ginsburg. Esa dimisión y no el agotamiento vital de su mandato, hubiera permitido al presidente Obama, tal que se le hizo ver a RBG, nombrar a su sucesor reequilibrando el Tribunal Supremo. Así, se ha llegado a un Scotus dominado por las versiones más conservadoras de la política y de la religión. La Ivy League, de donde proceden la mayoría de los jueces supremos, también es una fábrica de fundamentalistas, no solo de élites más o menos liberales, como erróneamente se cree. 

Sea como fuere, el actual Tribunal Supremo permite, avala o fomenta  que  se expropie a la mujer su cuerpo y a todos su fuero interno, el medio ambiente y la seguridad de ir por la calle: cualquiera puede imponer sus rezos en público, prohibir a la mujer su maternidad voluntaria y privarla de su intimidad, respirar aire puro parece algo de otra vida, todo ello sin perder la oportunidad de ser baleado a la vuelta de la esquina.

Tampoco es un tema menor el llamado overruling o revocación de una sentencia anterior, como la del derecho al aborto, cuando este derecho, aun de creación jurisprudencial, está ya inscrito en el acervo jurídico de un sistema. Idéntica creación se produce con nuestros tribunales constitucionales y europeos. En fin, supone alterar, en materia de derechos fundamentales, el contenido y significado de los mismos, borrar un derecho en vigor y provocar una enorme inseguridad jurídica, de la que cualquier estado de Derecho que se precie ha de huir como gato del agua caliente. Volvemos al tema de la legitimidad de los tribunales respeto del poder de los gobiernos y de las asambleas electas. Algo de lo que el chief justice, el juez Roberts, es perfectamente consciente, pero al tiempo es imponente de evitar. Ahora bien, si de originalismo se trata, hay que recordar una leve contradicción: lo que hoy llamaríamos jurisdicción constitucional del Tribunal Supremo, modelo del control constitucional en el mundo entero, no es una función que venga en la constitución norteamericana, sino que nació con una sentencia, Madison v. Cadbury (1803), en la que otro chief justice, el Juez Marshal,  decidió aplicar, como derecho federal que era, la propia constitución. No parece que vaya a darse overruling de esta decisión.

La distopía (o profecía) de Margaret Atwood, canadiense todo sea dicho, que narra en su El cuento de la criada, podría no estar muy lejos: el cataclismo medioambiental podría dar paso a unos Estados Unidos -Gilead- en los que el vientre de las mujeres es del estado, el rezo es perpetuo y la violencia armada el santo y seña de un nuevo totalitarismo. Así, queda reflejado el temor de un vecino en el típico barrio de clase media de la Costa Este en la foto que ilustra esta pieza, tomada justo después de las dos primeras sentencias reseñadas.

Por ello, y contra lo que pudiera pensarse, el prestigio del Tribunal Supremo de los Estados Unidos no está en su mejor momento, tal como demuestra la encuesta de Gallup del pasado 23 de junio: solo el 25 % de los norteamericanos le dan su aprobación y bajando.

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