El lunes 31 de octubre de 2017 fue un día normal para Josep Rull, conseller de Territori i Sostenibilitat del Gobierno de Puigdemont. A pesar de que 48 horas antes el Senado había activado el artículo 155 de la Constitución que destituía a todo el gabinete, Rull acudió a su despacho situado en el número 2 de la avenida Josep Tarradellas de Barcelona y se fotografió delante de su ordenador con un ejemplar de El Punt Avui que titulaba 'A la feina' (al trabajo). A las diez y cuarto colgó la imagen en Twitter con el mensaje: “En el despacho, ejerciendo las responsabilidades que nos ha encomendado el pueblo de Catalunya”. A las once salió para acudir a una reunión del Comité Nacional del PDeCat y nunca más volvió.
El miembro del Gobierno de Puigdemont que más engañado podía sentirse por la actuación de su antiguo jefe, que a la hora en la que Rull aparentaba ser ministro de la nueva república ya estaba en Bruselas iniciando una estrategia de internacionalización del conflicto con la que los jueces han justificado su prisión provisional, tomó este miércoles la palabra para defender de forma vehemente sus convicciones independentistas. Apuntó que “la realidad institucional catalana existe antes de la Constitución” -la fijó en 1359 y en las Cortes de Cervera-, y se mostró seguro de que, detrás de los doce acusados, “siempre vendrán más”.
El juicio del procés ha terminado como empezó. Con Oriol Junqueras lanzando un mensaje de diálogo con el Estado que en realidad busca ensanchar la base del independentismo, con Jordi Cuixart proclamando que no se arrepiente de nada y con Santi Vila lamentando el estropicio que provocaron la DUI y el 155. Es decir, con la constatación del fracaso de la política, que descarriló en la vía unilateral de los secesionistas y la respuesta a porrazos del Gobierno de Rajoy.
Quienes piensan que la sentencia que el Supremo dictará en otoño pondrá fin a los anhelos del independentismo se equivocan tanto como quienes defienden que los magistrados deberían dictar una resolución que ayude a solucionar el conflicto. Porque ante el fracaso de la política solo queda el triunfo de la justicia y de la ley. La que impartirá el Supremo en otoño y la que el Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos tendrán ocasión de revisar en última instancia para analizar si lo ocurrido fue o no delito con el Código Penal vigente. Nada más y nada menos.
Si la sentencia estuviera escrita, como sostiene el independentismo más recalcitrante, los abogados de las defensas podrían haberse ahorrado las 12 horas de informes en las que intentaron desmontar la tesis de la rebelión posmoderna con la que la Fiscalía intenta identificar el procés con el golpe de Estado del 23-F. Pero no lo hicieron.
Rebatieron, en ciertos momentos con brillantez, los puntos más débiles de la instrucción del juez Pablo Llarena y de la acusación que pergeñó el fiscal general del Estado, José Manuel Maza, quien, como destacó hábilmente el abogado Jordi Pina, dejó pasar los hechos del 20 de septiembre y el 1 de octubre y solo se querelló cuando el Parlament aprobó, medio en broma medio en serio y con cara de circunstancias de todos los presentes, la independencia de Catalunya. Esa que, en todos los despachos menos en el de Rull, fue rápidamente derogada sin que se llegara a arriar la bandera española y sin que mediara aviso al cuerpo diplomático para obtener algún reconocimiento internacional.
El gran reto que tendrá que afrontar el tribunal es cómo encajar en el actual Código Penal “un caso difícil de los que hacen malas sentencias”, como apuntó el abogado Javier Melero citando al padre del realismo jurídico, Oliver Wendell Holmes. Dicho en las palabras, siempre más militantes de Andreu Van den Eynde, “un caso difícil que creará Derecho” y que, según él, “fijará los límites del Código Penal que se aplicará a la disidencia política”.
El delito de rebelión que plantea la Fiscalía exigiría de la demostración de que los episodios aislados que se produjeron el 20 de septiembre o el 1 de octubre conforman la violencia idónea que fue necesaria e imprescindible para declarar la independencia. Si el tribunal opta por este tipo penal, como apuntó Pina, se acabaría castigando a los acusados con más dureza que a quienes, habiéndose alzado con armas, hubieran acabado deponiéndolas.
La sedición por la que apuesta la Fiscalía es un delito contra el orden público y acusaciones y defensas coinciden en que, en este caso, el bien jurídico protegido es el orden constitucional, que era el que se quiso derogar con la secesión. Sólo cabría una pirueta jurídica que ya utilizó la Fiscalía en 2015 para abrir diligencias en la Audiencia Nacional contra los alcaldes que apoyaban el referéndum y que consistió en considerar la sedición como una “rebelión en pequeño”, concebida para quebrantar el régimen constitucional.
Una condena por desobediencia, el único delito que admiten haber cometido los acusados, supondría equiparar el procés con la consulta inocua del 9-N, y aplicar el de la convocatoria ilegal de referendos es imposible porque fue despenalizado en 2005 por iniciativa del Gobierno de Zapatero.
Lo que sí parece claro es que, si la sentencia es condenatoria y las penas superan los diez años de cárcel, se utilizará, como ocurrió con la revisión del Estatut por parte del Constitucional, como un motivo de agravio. Lo dijo claramente Josep Rull tras sentirse orgulloso por poder trasladar a sus hijos Bernat y Roger “la dignidad de unas ideas legítimas y nobles”: “No existen suficientes cárceles para encerrar el anhelo de libertad de un pueblo”. Un pueblo al que sus dirigentes no dudarán en conducir a un segundo procés.