Arrecian las voces que claman por una reforma constitucional de amplio alcance que supere el marco jurídico-político nacido de la transición. Un marco que, como es bien notorio, se resquebraja por los cuatro costados y al que la crisis económica y financiera de los últimos tiempos no ha hecho sino ponerle la puntilla. Además, o se modifica radicalmente o el riesgo de involución en el mismo es más que notable. Véase, por ejemplo, la reforma educativa planteada por el ministro José Ignacio Wert. Su articulado es un monumento al credo ideológico de la derecha española: autocracia frente a democracia; españolización y centralismo frente a autonomía y descentralización; segregación frente a igualdad de oportunidades; sacralización de lo privado frente a lo público; y la defensa de los privilegios de la Iglesia católica frente al pluralismo religioso o al laicismo.
La aprobación de la reforma educativa en estos términos supondrá una prueba más, quizá la definitiva, de que la Constitución de 1978 es incapaz de ser una “línea roja” ante este claro intento de socavar principios y derechos formalmente reconocidos en su texto. En el pulso que el PP está echando a la igualdad, a la participación ciudadana en los asuntos públicos, a los derechos de ciudadanía y a los derechos sociales, la Constitución ni está ni se le espera. Urge, pues, conformar otro marco jurídico-político que los proteja y garantice.
En este impasse parece que destacados dirigentes e intelectuales socialistas se han dado cuenta de la gravedad de la situación. Ya era hora. Han tenido que pasar algunos años -y algunas derrotas electorales- para que por fin reconozcan que no estaban tan equivocadas aquellas voces que tiempo atrás venían advirtiendo sobre lo que desgraciadamente nos hemos acabado por encontrar. Avisos entre los que destacaba la necesidad de reformar el texto constitucional; o, mejor dicho, de sentar las bases para un nuevo régimen que garantizara aquellos valores de la izquierda hoy en serio peligro.
Hasta el diario El País, tradicionalmente alérgico a cualquier modificación del statu quo nacido del espíritu de la transición que alumbró el vigente texto constitucional, empieza a sumarse a esa corriente y recoge voces que demandan una reforma constitucional. Aunque no es el único ni el primero, un buen ejemplo lo constituye el artículo del 5 de diciembre -un día antes de la conmemoración del “día de la patria” democrática- del diputado socialista Diego López Garrido titulado “Necesitamos una reforma constitucional”. En resumen, su propuesta pasa por articular un Estado federal que acerque el poder democrático a los ciudadanos, repensando el sistema electoral, rediseñando el Senado y mejorando los mecanismos de participación ciudadana directa frente a los estrechos canales propios de los partidos políticos. En esta línea, reclama la concesión de un mayor poder al parlamento frente al gobierno, llegando incluso a pedir directamente la supresión de la figura del decreto-ley. Además, aboga por conceder una mayor protección constitucional -no la exigua de la que gozan ahora- a derechos como la seguridad social, la salud pública, la vivienda digna y las pensiones, sin olvidar una reforma de carácter tributario que grave más a quienes más tienen.
En líneas generales, hay que felicitarse por la aparición de este tipo de propuestas. Pero, lo cierto es que a cualquier persona mínimamente atenta a la política española le asalta una duda legítima: ¿son reales tales intenciones o se trata de eslóganes más o menos electoralistas? La duda se acrecienta cuando las propuestas se lanzan por quienes han ocupado cargos de responsabilidad política que les hubiera permitido incidir mínimamente en los temas que hoy se someten a revisión. O por académicos e intelectuales cuyo silencio al respecto fue tan llamativo entonces como lo son ahora sus vehementes iniciativas. La sensación de ser pasado por la izquierda invade a quienes llevan años clamando en el desierto por la reforma constitucional, como les pasa también a aquellos economistas y políticos que criticaron la entrada en el euro, la pomposamente llamada Constitución europea o, anteriormente, la deriva que tomaba la Unión con el tratado de Maastricht.
En este sentido, propongo una prueba para detectar farsantes y propuestas de reforma constitucional meramente electoralistas. La prueba es muy sencilla. Son oportunistas aquellas iniciativas que obvian cualquier referencia al famoso artículo 135 reformado de forma exprés en agosto de 2011 gracias al acuerdo entre PSOE y PP. Además del principio de estabilidad presupuestaria, la nueva redacción de este artículo consagra la regla (de oro, según sus defensores) de la prioridad absoluta del pago de los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las administraciones.
La gravedad de este precepto radica en que prohíbe a las administraciones públicas realizar políticas que supongan gasto público siempre que no se haya satisfecho previamente el pago de la deuda soberana del Estado español, del capital más los intereses. Se acabó, por tanto, el crédito para que las administraciones implementen políticas asociadas a la satisfacción de derechos sociales como la educación, la sanidad o la protección de la dependencia. Además, en virtud de este artículo se constitucionaliza una curiosa jerarquía de la deuda. En efecto, la deuda (con minúscula) que las distintas administraciones puedan tener con sus ciudadanos relativa al pago de sus pensiones, jubilaciones, subsidios de desempleo o devoluciones de IRPF queda supeditada a la Deuda (con mayúsculas) que el Estado español tiene con los tenedores de bonos, los cuales no suelen ser ciudadanos de este Estado. Todo ello, además, aplicable no sólo al Estado central, sino también a las comunidades autónomas, cuya autonomía -perdón por la redundancia- queda reducida a la mínima expresión. Poco espíritu federal destila este nuevo precepto constitucional.
En consecuencia, proclamar a los cuatro vientos un cambio constitucional para construir un Estado federal y social que garantice la igualdad de oportunidades sin incluir en esa reforma la supresión de la regla de la prioridad absoluta del pago de la Deuda es una incoherencia tan grande que debería llevarnos a desestimar por oportunistas y electoralistas todas aquellas propuestas que no lo hagan. Hagamos esta simple prueba con cada propuesta que leamos o escuchemos.
PD. En su artículo López Garrido, tras destacar la inclusión en la Constitución del principio de estabilidad presupuestaria, guarda silencio sobre la “regla de oro”.