En Euskadi, las cosas son distintas, desde hace tiempo. No hay bombas, ni atentados, ni miedo… La gente vive en paz porque la democracia venció a ETA por mucho que Mayor Oreja sostenga que la banda es hoy el capitán general de “un proyecto suicida para España”. Cuestión distinta es que a las derechas les convenga, cada vez que no gobiernan, resucitar su fantasma en busca de votos en el resto de España. Lo sabe bien Borja Sémper, quien acomodado ahora al discurso más ultra de su partido, defendía ya hace diez años en las páginas de la revista Jot Down cuando era presidente del PP en Gipuzkoa que Bildu no era ETA y que “el futuro de la sociedad vasca, guste o no en determinados sitios, se tiene que construir también con Bildu”.
El pacto del PSE con Bildu para arrebatar la alcaldía de Pamplona a UPN es una apuesta de riesgo con la que los socialistas otorgan más munición al PP en esta legislatura de alto voltaje, pero también un recordatorio de que ante la disyuntiva “o bombas o votos” que la democracia planteó a la extinta Batasuna, los abertzales eligieron ya y ahora hay que cumplir con la palabra dada.
En una escalada sin fin de la exageración y la boutade, Feijóo ya ha dicho que el acuerdo es “lo más miserable que ha hecho Sánchez”, si bien Bildu es un partido legal, está en las instituciones y en el último mandato fue uno de los socios más estables del PSOE. Gracias a sus votos fue posible aprobar la subida del SMI, la cuantía de las pensiones no contributivas, la ley de la eutanasia, la que regula los riders o la de la creación del ingreso mínimo vital. No hay en su acción parlamentaria una sola medida que tenga que ver con cuestiones identitarias, ni con los presos de ETA, ni con la autodeterminación. Su discurso de los últimos años está centrado sólo en cuestiones sociales.
Los abertzales permitieron con sus votos que tras las elecciones autonómicas de mayo, la socialista María Chivite fuera presidenta de Navarra y ahora el PSE apoyará que la alcaldía de la capital recaiga en un abertzale. Puede que la operación estuviese pactada durante las negociaciones para la investidura de Sánchez. Puede que los socialistas trataran de evitar en plena campaña de las generales que se usara ese acuerdo como arma arrojadiza contra Sánchez y lo de ahora es un pago en diferido. O puede que todo sea consecuencia exclusivamente de la política local y su parálisis, como sostienen los socialistas, ya que Bildu dijo por activa, pasiva y perifrástica que su apoyo a la investidura era gratis.
La única certeza es que quienes hoy dirigen los hilos de la organización federal socialista, con Santos Cerdán a la cabeza, hace tiempo que apostaban por sacudirse los complejos y normalizar lo ya normalizado antes por las urnas y la democracia, por muy ácida, estrambótica e hiperbólica que sea la oposición del PP y Vox. Y en este contexto no estaría de más que Bildu hiciera autocrítica de su pasado papel como brazo político de ETA, después de que Otegi haya anunciado que no será candidato en las elecciones vascas.
Y en este tránsito, sí, es legítimo preguntarse qué implica el acuerdo de Pamplona y si su onda expansiva llegará hasta Euskadi. Abertzales y socialistas niegan la mayor de momento y arguyen que todo hay que contextualizarlo en el marco local. Pero, una vez que el PSOE ha dado este paso en Pamplona parece más complicado sostener el veto que hasta ahora mantenía para facilitar gobiernos a Bildu o gobernar en coalición con la formación abertzale. Aunque hoy defiendan que nada de eso ocurrirá tras los próximos comicios vascos, que Eneko Andueza, secretario general del PSE-EE, lo ha dejado meridianamente claro y que en ningún caso habrá un lehendakari de Bildu, el histórico de contradicciones es palmario.
El PNV, en efecto no es UPN, y al PSOE no le conviene arriesgar en sus relaciones con los jeltzales, pero tendrá que hacer filigranas para explicar por qué lo que vale en Madrid o en Pamplona no sirve para Euskadi, si verdaderamente este es un PSOE sin complejos dispuesto a dar la cara, aunque se la partan.