Estaba leyendo un texto y el papel cayó al suelo. Fui a cogerlo y vi que no se había desprendido ni una sola letra del folio. Ni siquiera el punto de una i y eso que es chiquitillo. Me pareció sorprendente que todo estuviera tan bien agarrado que no se cayera nada y entonces pensé: ¡Hum! ¡Aquí tiene que haber una tecnología fina!
Le di la vuelta al texto y descubrí que todo estaba tan bien cosido porque los puntos eran pespuntes. Los signos de puntuación sujetaban las letras con el refuerzo de un zurcido. Los signos hilvanaban, hilaban y sobrehilaban todo para que nada se soltara. Y entonces lo entendí: los textos sin puntos son como las bragas sin elásticos. ¡Se caen!
Reparé después en los espacios y los silencios. Nadie habla de ellos porque no hacen ruido, no se pronuncian. Porque son las puntadas escondidas que nadie ve. Pero sin ellos, ¡quién es el guapo que entiende algo! Eso ya se probó hace cuatro mil años y no dio buen resultado.
Los humanos que inventaron la escritura, allá en Sumeria, ponían los símbolos en las tablillas que eso era un atropello. Uno detrás de otro, ¡y otro más, tracatrá! Sin un espacio por medio. Sin un signo de puntuación. ¡Echaban los signos a la arcilla como tiramos el arroz a la paella! ¡A puñaos! Por eso muy pocos sabían leer y escribir, y les costaba mucho aprender a desovillar esos embrollos.
No había orden ni estructura. Eran textos que llevaban al lector con la lengua afuera hasta que poco a poco inventaron los espacios y los signos de puntuación. Llegaron entonces los respiros y los suspiros. Llegaron los altos para pensar y reposar. Y eso… es civilización.
Hablamos poco del espacio y las sangrías. Apenas de tabulaciones y saltos de línea. Pero son los pilares de la escritura y un poquito también… de la civilización.
Quizá alguien piense que el espacio entre palabra y palabra es un vacío. O un agujero. ¡Pero al contrario! El espacio es luz, y desde que leemos en pantallas ¡por fin lo vemos! En el papel a esas pausas las llaman “espacio en blanco” y tienen varias tallas: cuadratín, medio cuadratín, espacio grueso, espacio mediano, espacio fino, espacio de pelo.
En español tenemos un tamaño estándar para el lapso que separa una palabra de otra: es un solo teclear de la barra espaciadora. Y algunos somos muy estrictos con la medida: si vemos dos espacios entre dos palabras, ¡aaah!, sentimos un abismo, una zanja, un hueco en el alma. Tan silenciosos como son los espacios y qué ruido hacen cuando en vez de uno son dos. ¡Noooo! ¡Qué agresión!
Igual ocurre cuando vemos un espacio entre una interrogación y una palabra. Esto: “¿ Has ido ?”. ¡Es que hasta da vértigo ver esa fosa en medio!
Y no es mejor cuando encontramos unos puntos suspensivos pegados a una palabra. Así: “y fue…a comer garbanzos”. ¡Es que asfixia solo de verlo!
Por eso es tan importante el espacio y el silencio. Porque aunque solo sea un carácter, de vértigo marea y de claustrofobia ahoga.
En un programa de edición de audio, las palabras son rayajos de arriba abajo. Un susurro es como una puntada corta y un grito como una larga. El silencio es una línea recta; un paso a lo largo; un confín.
En la locución se habla de “cerrar los puntos”: acabar en seco para dejar silencios y marcar las pausas. Para no dejar la voz a la deriva, derramada en el descansillo entre sonido y sonido. Para que la voz atienda a las señales de apertura y a los cierres pertinentes. Como si un director de orquesta pusiera los puntos sobre las íes y mandara callar cuando un párrafo se acaba.
Y así, con los puntos en su sitio, hablar no será arrollar. Las palabras no se entrometerán en el silencio. Y leer un texto con los espacios bien puestos no oprimirá ¡ni el habla, ni el aire, ni el pecho! como estrujan las caderas unas bragas apretás.