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¿Cómo de radical es la Corbynomics?

El nuevo líder del Partido Laborista británico, Jeremy Corbyn. EFE

José Moisés Martín

Una tormenta ha sacudido la socialdemocracia europea. Jeremy Corbyn, veterano diputado laborista situado en el ala izquierda del partido, se ha hecho con el liderazgo de uno de los partidos socialdemócratas más importantes del continente, el Partido Laborista británico. Las alarmas no han dejado de sonar desde que este verano se comenzó a conocer que las preferencias de los militantes y simpatizantes del partido otrora conocido por inaugurar la “Tercera Vía” se inclinaban por un diputado mayor, crítico con el blairismo, con el atlantismo, con la deriva de la Unión Europea y con posiciones políticas que desbordan a la mayoría de las formaciones que se sientan en el grupo del Partido de los Socialistas Europeos en Bruselas y Estrasburgo.

Sus posiciones han sido calificadas de tal manera que hay muchos antiguos dirigentes laboristas que le consideran “inelegible”, y Cameron, a quien presumo contento con la elección, ha planteado que ahora el Partido Laborista es una amenaza para la seguridad del Reino Unido.

Pero que Corbyn sea o no un líder radical no va a depender de su programa económico. De hecho, en su plataforma de elección, Jeremy Corbyn ha presentado sólo un documento de ocho páginas dedicado a la economía, la mitad de las cuales están dirigidas a criticar la política económica del actual gobierno conservador.

¿Cuáles son, por lo tanto, sus propuestas? Corbyn hace un llamamiento genérico contra la austeridad, haciéndose eco de las críticas vertidas desde numerosos ámbitos desde el inicio de la crisis, y promoviendo una política económica de corte keynesiano, con dos prioridades: la redistribución de la renta a través de una reforma fiscal y la puesta en marcha de un plan público de inversiones.

Analicemos por partes estas propuestas. Corbyn aboga por sustituir el actual programa de “expansión cuantitativa” (o QE, Quantiative Easing) dirigido a la compra de bonos corporativos a largo plazo por un programa que denomina “QE para la gente”, consistente en utilizar el poder de emisión de fondos del Banco de Inglaterra –el Banco Central de la Libra- para financiar inversiones productivas en nuevas tecnologías y en nuevas infraestructuras. El “QE para la gente” se dirigiría a la compra de bonos de un nuevo banco público de inversiones, permitiendo su financiación y dirigiendo su financiación a estas grandes iniciativas.

Más allá de la denominación (“QE para la gente”), que no es sino una jugada del marketing político, el mecanismo que propone Corbyn es sencillamente la monetización de una parte del déficit público británico, (el Banco Central emite nueva moneda que sencillamente se usa para financiar el déficit público del país) que se dirigiría a financiar estas inversiones en infraestructuras y en innovación. La propuesta, que sería de imposible realización en el caso de la Unión Europea –que prohíbe expresamente la monetización de los déficits públicos- lleva a tener que modificar el estatuto del Banco de Inglaterra, poniendo su independencia como gestor de la estabilidad de precios y del PIB en tela de juicio.

Dos aspectos hay que señalar aquí. En primer lugar, la conveniencia de monetizar deuda para promover inversiones públicas. En segundo lugar, la necesidad de hacerlo a través de un banco público de inversiones. En relación a la monetización del déficit, su empleo abusivo ha dado lugar en el pasado a episodios de hiperinflaciones, pero es poco probable que en un contexto como el actual, donde la inflación en el Reino Unido se sitúa por debajo del 1%, esto sea un auténtico problema. Las expectativas son más altas para el ejercicio 2016, pero aún así, con un adecuado control de la emisión de moneda y activando los instrumentos de tipo de interés, se podría controlar dentro de márgenes aceptables.

Esta propuesta –monetización de déficit- no es una propuesta radical de unos economistas trasnochados. Jordi Gali, posiblemente uno de los principales economistas del mainstream de la nueva macroeconomía keynesiana, ha determinado que los efectos de estas medidas sobre el PIB serían muy robustos, con resultados mixtos en el incremento de la inflación. Adair Turner, quien fuera presidente de la autoridad de supervisión financiera del Reino Unido, y candidato al puesto de gobernador del Banco de Inglaterra, coincide con ese punto de vista y plantea que en situaciones deflacionarias, la monetización de la deuda es una opción que debe dejar de ser vista como un tabú.

El segundo aspecto es el acierto que pueda tener un banco público de inversiones para seleccionar aquellas inversiones que sean de interés público. Los defensores del libre mercado aducen que el estado no tiene ni la capacidad ni la información suficiente para tomar buenas decisiones, y enumeran una larga lista de fracasos de este tipo de intervenciones públicas. Y en buena medida tienen razón. La evidencia reciente demuestra que un banco público de desarrollo mal gestionado –con criterios de interés político o “estratégico”- puede resultar negativo para el crecimiento económico. En buena medida tienen razón pero no en todo: como bien ha demostrado el ex economista jefe del Banco Mundial Justin Lifu Yin, las economías de libre mercado son ineficientes a la hora de acometer cambios estructurales por sí mismas, y necesitan de la intervención pública para superar los denominados “Fallos de coordinación”, donde diferentes actores logran equilibrios que no suponen un óptimo.

Stiglitz, y su obra “La creación de una economía del aprendizaje” abunda en esa dirección, con resultados muy interesantes, de los que se han hecho eco en el Banco Mundial y otras instituciones internacionales. No se trata de vieja economía, como nos quieren hacer creer, sino realmente de avances teóricos y empíricos que ponen en cuestión algunas de las creencias inamovibles en materia de estabilización y crecimiento económico.

En cuanto a su reforma fiscal, Corbyn no expresa de qué tipo de reforma habla, más allá de una reforma que subraye el carácter progresivo del sistema impositivo. La cuestión aquí es doble, dado que se trata de una cuestión de equidad –si se debe redistribuir por los ingresos o sólo por los gastos, como señalan algunos- además de una cuestión de eficacia –cuánto de más se lograría recaudar con una subida de impuestos.

La eficacia de este tipo de medidas ha sido muy estudiada desde diferentes puntos de vista, máxime a la luz de la preocupación existente por el incremento de las desigualdades sociales. Corbyn no da demasiadas pistas pero insiste en la lucha contra el fraude fiscal como otra medida de incrementar los ingresos públicos. En este punto de vista, sus estimaciones sugieren un optimismo desmedido, ya que calcula que se podría recuperar buena parte de la recaudación eludida, hasta alcanzar la cifra de 120 mil millones de libras. Otros autores han considerado esa cifra como una cifra inflada, ya que el Reino Unido es una de las economías con menor grado de economía sumergida, y, en cualquier caso, sería complicado recuperar una tasa demasiado alta de esa economía.

En conclusión: Corbyn plantea en su plataforma electoral un programa de recuperación del papel del estado en la dirección estratégica de la economía, a través de una mejora de sus niveles de ingreso y de la puesta en marcha de programas de inversión “estratégica” financiados a través de su particular visión del QE “para la gente”. Mucho de lo que plantea suena “demodée” pero, sometido a una revisión crítica sobre la base de las últimas –y quizá más prometedoras- líneas de reflexión económica, en realidad no está demasiado lejos de lo que podría ser una política económica post-austeridad.

Uno de los debates de su campaña fue la publicación de una carta firmada por cuarenta economistas en la que se explicitaba que la economía post-austeridad es hoy el mainstream de la profesión. Poco tardaron otros economistas en responder. Quizá sea, lamentablemente, demasiado pronto para plantear esa posición, pero lo cierto es que la crisis y su interpretación ha posibilitado que la disciplina económica sea hoy más receptiva a lo que pueden ofrecer posiciones otrora consideradas minoritarias.

El problema no se sitúa, a juicio de este autor, en la bondad o no de sus propias medidas, sino en que aparecen dentro de un discurso poco amable con la economía de mercado, que mina la confianza que los operadores económicos británicos pueden depositar en el laborismo. La economía es también cuestión de expectativas y confianza, y a veces las palabras de un gestor tienen más efecto que sus propios actos –véase Draghi y su “whatever it takes”- por lo que los mensajes son muy importantes. Aunque Corbyn ha intentado construir una plataforma de trabajo con los pequeños negocios, no creo que haya logrado forjarse una imagen de amigo del liberal clima de negocios británico. Al final, que el laborismo recupere la credibilidad económica no dependerá sólo de las medidas que plantee, sino de cómo las plantea. Sirva también como reflexión para otros partidos políticos que están trabajando con acabar en Europa con la austeridad. En economía, como en otras tantas cosas, el medio es el mensaje.

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