La reforma necesaria

2 de febrero de 2023 23:15 h

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La Ley del 'solo sí es sí', la LO 10/2022, tiene graves errores técnicos. O lo que es lo mismo, una política criminal correcta -se centra el castigo en la falta de consentimiento de la víctima, no en los medios comisivos, y se huye del populismo punitivo-, pero con una implementación mejorable. El diseño legislativo no es satisfactorio, algo imputable a sus redactores y aprobadores parlamentarios, pero también a los órganos consultivos que han intervenido y que no supieron ver. Tan alejados de la realidad como los segundos estaban los primeros a la hora de abarcar la compleja problemática de los delitos contra la libertad sexual. En todo caso, cuando se ha metido la pata lo correcto es plegar velas y rectificar. Si no, alguien tan poco sospechoso como Manuela Carmena va a tener razón cuando dijo que no corregir la ‘ley del sí es sí' es “soberbia infantil”

Un primer error, garrafal -no hay disculpa posible-, fue el de no contemplar un disposición transitoria en materia penal -una de las muchas de la referida ley-, error del que ya se advirtió en su día. En efecto, esta ausencia legislativa ha contribuido a que se adopten resoluciones judiciales de acomodación de las penas ya firmes a la nueva normativa, en algunos casos escandalosamente frívolas y en otras excesivamente mecanicistas. Es cierto que en no pocos casos no se ha recurrido a tales insuficiencias interpretativas para adecuar las penas de las sentencias firmes al nuevo Derecho. En efecto, existen resoluciones correctas de las que, curiosamente, no se habla. Una vez más, las buenas noticias no son comerciales. 

Sin tocar en absoluto el núcleo de la ley del solo sí es sí, en mi opinión son necesarias tres reformas urgentes, reforma con su correspondiente disposición transitoria, no se vaya a repetir el fiasco actual. Todo ello en el bien entendido de que la ley no podrá tener efecto retroactivo alguno. Cuando más tarde se modifique la normativa, mayor será la ventana temporal en la que no pocas extravagancias podrán tener lugar. Por ello, la reforma, además de necesaria es urgente.

En primer lugar, habría de reformarse la penalidad del apartado 3. del art. 178 CP. Así, incluir la pena de multa como respuesta a los supuestos de atentados contra la libertad sexual es algo más que chocante e insólito en la historia legislativa española. Una vez más -abundan los ejemplos en el CP- el legislador fija una pena, pero sin seguridad de haber dado con la pena justa. Por ello, introduce atenuaciones punitivas facultativas que, de la mano del pietismo judicial, suelen constituir, de hecho, la pena ordinaria, no la excepcional. De esta suerte, la agresión sexual sin penetración y sin agravantes puede pasar de tener una pena de uno a cuatro años a otra de multa de 18 a 24 meses. Teniendo en cuenta que la pena de multa estándar ronda los 10 euros días se obtendría una pena -abonable a plazos- de entre 5.400 y 7.200 euros. No parece que una agresión sexual pueda recibir tal sanción. Además, hay que tener en cuenta que las penas de hasta dos años de prisión para delincuentes primarios se suelen suspender prácticamente siempre, exactamente como se puede suspender la responsabilidad personal subsidiaria -el anterior arresto sustitutorio- por impago de multa. Una cosa es no ser punitivista y otra es casi adaptar redacciones normativas que rozan lo criminógeno. La pena es inferior a la anteriormente prevista, que era pena de prisión de uno a cinco años.

En segundo lugar, sentada siempre la ausencia de consentimiento libre de la víctima tal como establece el ya mencionado art. 178 CP, la regulación de la violación, es decir de la agresión sexual con penetración en las modalidades que establece la ley (art. 179 CP), ve también disminuida la pena anterior, que era de seis a doce años. Ahora es de cuatro a doce años. Ello tiene como consecuencia que penetraciones sin consentimiento, aun mediando violencia o intimidación -las figuras seculares de la violación en el sistema penal español-, puedan castigarse con la mitad inferior de la pena, de cuatro a ocho años, incluso en su listón más bajo. En todo caso, las violaciones no consumadas, siguiendo las reglas generales de determinación de las penas, deben castigarse con la pena inferior en grado, es decir con pena de dos a cuatro años. Esta pena se manifiesta aun más insatisfactoria por corresponder, pese a la gravedad del hecho, a una pena imponible en la8 agresión sin penetración.

Por ello, manteniendo el tope máximo para la violación sin agravantes en doce años, su tope mínimo en una hipotética reforma debería ser de seis años. De esta suerte, tanto las violaciones no consumadas como aquellas violaciones consumadas, pero en las que por la concurrencia de atenuantes legales en el sujeto activo se debiera rebajar la pena un grado, resultaría una pena pareja a la de la mera (!) agresión sexual.

La tercera reforma que, según veo, debería acometerse es la de imponer la pena de la violación en su mitad superior, es decir, de nueve a doce años en los casos en que el consentimiento forzado o anulado de la víctima lo fuera mediante violencia o intimidación. De este modo, los ataques más graves al libre consentimiento se ven reforzados con mayor pena, cosa que ahora cierta logomaquia parece no percibir. 

De todos modos, reescribiendo la circunstancia 2ª del art. 180. 1 CP, se podría sustituir la agravante de la “violencia de extrema gravedad”, transmutándola en violencia o intimidación. Ello, en mi opinión, sería coherente con la circunstancia 7ª del mismo precepto, esto es, la sumisión química. Este modus operandi comporta una anulación de la capacidad del consentimiento de la víctima similar a la de violencia o la intimidación que requiere la violación. De nuevo, el consentimiento anulado seguiría siendo el núcleo remachado del delito.

No hay que pasar por alto que, para establecer la ausencia de consentimiento o la  existencia de uno forzado, determinar los instrumentos más graves para que el victimario se salga con la suya será un elemento primordial en los juicios en las causas de delitos contra la libertad sexual. E igualmente serán determinantes estos hechos a la hora tanto de fijar la pena, a la luz de los parámetros de medición de la pena, como la debida indemnización.

Con los cambios que propongo, no solo se respeta, sino que se potencia, la protección del consentimiento de la persona ofendida, es decir, su libérrima decisión sobre su comportamiento sexual. Además, las penas no se ven alteradas en sus topes máximos, menores que los anteriores. Todos estos problemas de índole práctico y de correcta política criminal fueron obviados  al dar protagonismo a un planteamiento acertado, pero excesivamente ideológico y alejado de la fenomenología de los delitos contra la libertad sexual y de la praxis forense.

Ahora que ya se han visto algunos de los clamorosos errores en los que se ha incurrido, es hora de escribir recto sin renglones torcidos.