En estos días se debatirá en el Europarlamento una propuesta de Reglamento para concretar los aspectos regulativos de la normativa comunitaria sobre comercio electrónico, que entre otras cuestiones, introduce determinadas especificaciones sobre los servicios financieros de tarjetas electrónicas. Entre tales normas se especifica, en el proyecto de Reglamento presentado, un límite máximo de comisiones por uso de las tarjetas electrónicas (tasas de intercambio) de un 0,2% para las de débito y un 0,3% para las de crédito.
Como ocurre, desgraciadamente con frecuencia, esta regulación comunitaria se centra en una parte de la cadena de producción-distribución de este servicio, dejando a un lado otros estadios de ese proceso productivo. Ello llevará a crear simetrías profundas entre los distintos operadores que actúan en esta cadena, alterando el “estatus quo” actual, sin mejorar, que es lo que debería buscar el susodicho reglamento, el coste final del servicio para el consumidor. Si de lo que se trata es de promover el uso de los medios electrónicos de pago convendría asegurar una nueva regulación para el uso de las mismas, al menos los objetivos.
Primero, que el resultado de la aplicación de las nuevas normas redundará en una disminución significativa de sus costes, directos e indirectos, explícitos e implícitos, para el consumidor. La experiencia de modificaciones en los últimos años, en la regulación nacional, nos muestra que no se ha logrado este objetivo. Ni de modo objetivo, los costes probables no han bajado, tan solo se han trasladado de un punto a otro de la cadena de producción/distribución del servicios de instrumentos de pago electrónico. De las tasas de intercambio que cobran los propietarios de las tarjetas, ahora limitadas, a las tasa de uso y mantenimiento de las mismas que cobran los bancos, sin control específico. Los pasan de uno a otro operador de la cadena, pero no llegan los “recortes” al usuario final de las tarjetas, el consumidor.
Y, segundo, se altera el reparto del valor añadido generado en esta cadena productiva, entre los diferentes operadores que trabajan en la misma en función de una normativa que regula tan solo parcialmente dicho proceso de producción de un servicio ampliamente extendido.
En definitiva, no se consigue reducir los costes para el usuario final de los medios de pago electrónicos desistiendo así de fomentar su expansión y el consiguiente desplazamiento del dinero en efectivo y, al mismo tiempo, se altera, bajo actuaciones erróneas, concebidas al margen del funcionamiento real del sector, la estructura interna de este, impulsando probablemente el avance de la eficiencia, bajo el estímulo de la continua innovación en la prestación de estos servicios de pago para el consumidor.
Sin duda que, al margen del coste relativo real de estos medios de pago fuera inferior que el relativo al del dinero en efectivo, a tenor de algunos trabajos académicos, la percepción del consumidor sobre el coste efectivo de los mismos suele ser errónea, en la medida en la que el ciudadano, en general, no suele considerar en su cálculo económico subjetivo el valor real de la producción y distribución del dinero en efectivo, por las autoridades competentes. Para el ciudadano común el dinero fiduciario es gratis o casi. Convendría, en este contexto, también y en aras de una mayor transparencia en los mercados de instrumentos de pago, que la autoridad monetaria correspondiente aclarará esta falacia “de gratuidad del dinero”, al mismo tiempo que se analiza con detalle y rigor su coste relativo con respecto a otros medios de pago.