Una de las características más definitorias del ser humano es que vivimos en narraciones. No solo hacemos lo que el resto de los seres vivos, sino que además le damos una estructura narrativa, de sentido. La forma en que nos afecta la estructura narrativa que habitamos puede hacernos tanto daño como un problema de salud. Experimentar humillaciones o duelos emocionales puede ser motivo de dolor físico. Y además de narrativos, somos seres con identidad colectiva. Nuestras narraciones son colectivas. Uno de los grandes males a los que nos lleva la lectura neoliberal y utilitarista que se ha impuesto del orden social es la de descuidar esta faceta colectiva de nuestra identidad. Si bien una parte de la identidad puede ser elegida, no todo lo que define nuestra identidad es pura elección, como da a entender el relativismo posmoderno / neoliberal. Yo no elegí ni el momento histórico ni el lugar en el que nací, ni elegí tener el español como lengua materna. Pero todo eso no elegido me une de forma colectiva a un motón de gente que no conozco, viva, muerta y por nacer. El mantra publicitario de “tú eliges” olvida todas estas raíces y conexiones que dan sentido a quienes somos.
Todos esos vínculos colectivos no elegidos debemos cuidarlos, pues lo mismo pueden ser fuente de emociones compartidas, apoyo y solidaridad, que transformarse en un infierno opresivo que anula la identidad individual. Angustiarse con el sufrimiento de desconocidos, como nos pasó con Julen, o alegrarse con victorias deportivas de extraños, como nos pasa con la selección de fútbol, no se puede explicar sin tener en cuenta estas identidades no elegidas. Y la lengua es un elemento fundamental de la identidad no elegida.
Si el castellano es hoy la segunda lengua más hablada en el mundo, no es por ser la más hermosa o precisa, sino debido a que la Corona de Castilla en su expansión atlántica llegó primero a América. Pero Portugal (u otro reino) pudo haberse adelantado a Castilla. Es decir, un hecho más o menos contingente conecta hoy a casi 600 millones de personas. No solo compartimos un idioma, también un pasado común. El pasado narrativo de los pueblos no es el pasado fáctico de los hechos, ni de los historiadores, sino el de los relatos que dan sentido a cómo habitamos el presente.
En España la narrativa de la Conquista es la del conquistador bueno: matamos poco y follamos mucho. Frente a eso, los ingleses eran conquistadores malos, más entregados a Tanos que a Eros. Pero la memoria de la tortura, la esclavitud, las violaciones, los asesinatos, las nuevas epidemias… que dejó la Conquista no tiene tanta capacidad de distinguir entre el bwana bueno y el bwana malo. Aunque han pasado más de quinientos años, el pasado de las instituciones coloniales extractivas, pensadas para que los trabajadores vivieran al mínimo posible que marca la subsistencia, sin muchos más derechos que el ganado, todavía persisten. No es casual que América Latina sea uno de los lugares más desiguales y violentos del mundo. No está en un gen americano, está en la historia colonial. Instituciones y sociabilidad no pensadas para que la gente viva en común, sino para que una minoría rapiñe a favor de la metrópoli.
Desde los años noventa el colectivo de los más excluidos, los pueblos originarios y los afrodescendientes ha entrado en las instituciones, desplazando a las élites criollas, para su horror. Estos colectivos ya no comparten ni con España ni con la élite criolla que se quedó al mando de las instituciones coloniales el relato evangélico de la Conquista. Si queremos seguir manteniendo un vínculo sano con quienes compartimos tantos lazos en común, estaría bien generar un relato compartido que incorpore mejor el sentido que ellos tienen de lo pasado en estos 500 años.
No se trata de la responsabilidad individual de los españoles del presente, mucho menos de una responsabilidad jurídica o económica, como el propio presidente mexicano se ha adelantado a señalar. Se trata de buscar una narración más compartida, que no cuente la Conquista como una empresa noble pero con excesos, como hace el españolismo, sino que incorpore el relato de toda esa población que sigue viviendo en condiciones muy duras. Un relato, que como están diciendo en estos días los propios representantes de los pueblos originarios, no solo debe interpelar al Rey de España y al Papa, sino también a esa élite “vendepatrias”, tan dada al golpe de Estado, a vacaciones en Miami y cuentas en Panamá, que es el lodo de aquellos polvos.
A ver si encuentro algún motivo para estar orgulloso de ser español, como que aceptemos el reto mexicano, y hagamos una narración compartida más equilibrada.