¿De dónde saca Vargas Llosa que las doctrinas económicas de los demás con las que él está en desacuerdo son ficciones y las suyas son otra cosa?
Vargas Llosa escribe en ese artículo del domingo en El País titulado ‘Las ficciones malignas’ como lo haría un político en plena campaña electoral, con argumentaciones de brocha gorda, sin la finura y la sutileza que tantas veces le hemos visto. Vargas Llosa pinta al nuevo presidente francés Hollande como lo pintaría un adversario político, no como lo pintaría un analista con voluntad de ser ecuánime y, sobre todo, con voluntad de no dejarse engañar por las ficciones malignas que con tanta ligereza atribuye a los otros. more
En uno de los párrafos del texto leemos: “La estupidez es contagiosa, sobre todo en el dominio político, y lo extraordinario es que mucha gente perfectamente consciente del estado real de la economía europea, cree que la receta simplista y fantasiosa de Hollande, que le ha servido para ganar las elecciones, será también la columna vertebral de su política ahora que ha llegado al poder.”
Lo que el ilustre articulista califica de “receta simple y fantasiosa” es exactamente lo mismo que otras personas, bien preparadas en asuntos económicos y políticos y con una honestidad intelectual no menor que la de Vargas Llosa, entre ellas el economista jefe del FMI, Olivier Blanchard, piensan de las recetas económicas defendidas por Angela Merkel; se trata de personas que en ningún caso ven a la canciller alemana “como un ser insensible, para la que sólo cuentan los números”.
En realidad, es mucho más sencillo: la ven como una persona que está aplicando y defendiendo políticas que consideran equivocadas, la ven, por decirlo con la terminología de Vargas Llosa, como una víctima más de esa extendida ficción maligna según la cual la austeridad a toda costa y el equilibrio fiscal en un tiempo muy breve de tiempo son la receta milagrosa que nos sacará de la crisis. Tras dos años de aplicación, lo cierto es que la receta no ha funcionado, pues no ha conseguido en absoluto, sino más bien todo lo contrario, el objetivo de incrementar la confianza de los bancos, las empresas, las familias o los inversores.
El Nobel de Literatura no solo caricaturiza a quienes, como Hollande, piensan honestamente de manera distinta a él o a Merkel (¿o no es caricaturizarlos decir que piensan así no porque crean que ese pensamiento económico es más válido para salir de la crisis, sino únicamente porque ese pensamiento a todas luces tramposo les permite ganar elecciones?), sino que caricaturiza lo que otras personas piensan de Merkel: al operar esa simplificación tan burda, más propia de una campaña electoral que de un artículo de fondo, a Vargas Llosa le resulta sumamente sencillo darles la réplica.
¿Y cómo no había de resultarle sencillo, teniendo en cuenta que les ha atribuido unas burdas simplezas que nadie sensato defendería? En eso recuerda el gran escritor a esa gente que acostumbra a desacreditar, por ejemplo, la noble doctrina de la igualdad de hombres y mujeres identificando tal doctrina con ciertas posiciones colaterales o con determinados argumentos extravagantes del feminismo menos solvente intelectualmente o menos viable políticamente.
Los países de la zona euro con más problemas sin duda han cometido errores, excesos o como se le quiera llamar. Desde luego, a muchos estados como España no le vienen esos problemas del despilfarro público, sino del despilfarro privado, propiciado entre otros factores por la instauración del euro, que inundó de dinero barato economías que tenía la misma moneda que Alemania, pero no su economía. Pero incluso atribuyéndoles a esos países todos los pecados habidos y por haber y aun admitiendo que merecen un severo castigo, si el castigo que se les impone es de tal severidad que su cumplimiento les conduce todavía más a la ruina y les quita toda esperanza de prosperar, entonces habrá que preguntarse si ese camino es el adecuado.
La situación puede legítimamente compararse a la vivida por la Alemania de entreguerras con la imposición por los aliados de unas reparaciones de guerra que puede que fueran justas pero que eran imposibles de cumplir para el deudor, lo cual sumió a su población en la impotencia y el resentimiento. Unos años después, tras la Segunda Guerra Mundial, la política justiciera de reparaciones a toda costa se sustituyó por todo lo contrario: por un generoso Plan Marshall. ¿Merecían los alemanes ese plan? ¿Lo justo era premiarlos con inversiones y ayudas para reconstruir el país o lo justo habría sido hacerles pagar hasta el último céntimo que costaría reconstruir un continente devastado por sus delirios de poder?
No se hizo lo justo, se hizo lo mejor para todos. Puede que, como considera Vargas Llosa, en relación a Grecia, Italia o España se esté haciendo lo justo, aunque mucha gente no lo cree así, pero en todo caso no es evidente que se esté haciendo lo mejor. ¿Quiénes fueron más víctimas de una ficción, ya fuera maligna o benigna, los vencedores de 1918 que optaron por castigar a los alemanes, evidentemente culpables, o los vencedores de 1945 que decidieron ayudarlos, pese a que su culpabilidad no había sido menos evidente que treinta años antes?