La diferencia entre “mandato imperativo” y “mandato representativo” en ocasiones se interpreta de un modo confuso. La expresión “mandato imperativo” hace referencia a una posibilidad jurídica que permite que los electores le den órdenes al representante. Esto es, que puedan señalarle, durante los cuatro años de su mandato, qué tiene o no tiene que votar. Tal posibilidad implicaría varias cosas: que se pueda identificar a los concretos electores de cada representante; que haya algún tipo de canal de comunicación directo entre tales electores y tal representante (abierto durante los mencionados cuatro años); y que los electores puedan de alguna manera desalojarlo del poder si no les obedece y colocar a otro que sí les obedezca. Huelga decir que ninguna de tales posibilidades se da hoy en día ni en España ni en ninguna democracia realmente existente. Nuestra constitución, como muchas, prohíbe el mandato imperativo, pero se trata de una prohibición con similar eficacia a la que tendría prohibir los unicornios, los gamusinos o los rinocerontes voladores: carece de sentido impedir algo que no puede existir.
Así, lo que existe en todas las democracias conocidas es el “mandato representativo”. Dicho mandato implica que, una vez elegido, el representante no está atado a la voluntad de los electores. De hecho, por eso lo llamamos “representante”, porque los sustituye, se pone en su lugar, los representa como mejor entiende. Si fuera un mero agente cuya única tarea fuera obedecer, un agente sin voluntad ni voz propia, no sería un “representante”, sino un “funcionario”, un “comisionado”, un “encargado” o algo parecido. Pero es un representante porque, de alguna manera, toma las decisiones que él cree correctas y lo hace en el lugar de sus electores, que le han otorgado durante cuatro años su confianza.
¿Esto es todo? No. Ocurre que no está del todo claro quién es el “representante”. Hay, en nuestra legislación, una contradicción entre ciertos aspectos antiguos de la representación (decimonónicos) y otros más recientes (modernos). La representación de hace dos siglos solo podía entenderse en clave individual. Votaban cuatro gatos, los ricos, por supuesto varones (añadiría “y desde luego blancos” … pero que no fueran blancos era entonces una quimera impensable). Todos se conocían en el distrito, a lo mejor eran 300 electores. Por descontado, el voto era público, hubiera sido extraño que en ese ambiente alguien planteara que el voto fuera secreto… ¡qué desconsideración! ¿Es que acaso alguien tiene algo que ocultar? Se votaba por el mejor, por el más capaz. No había nada de malo en preferir a uno u a otro. Ahí tiene sentido la institución del “escaño”. Cada distrito envía un representante, que solo puede ser una persona, un individuo.
En el siglo XX eso cambia. Llega el sufragio universal. Los obreros votan, las mujeres votan, los electores son millones. El voto es ahora secreto. Y lo es debido a que ya no se trata de elegir al mejor representante de los intereses de 300 potentados ricos y blancos que comparten la misma idea de qué es “lo mejor”. Ahora se trata de definir qué significa “lo mejor”, porque ya no es lo mismo para unos que para otros. Y, si eres obrero, no es conveniente que el patrón se entere de lo que tú consideras “lo mejor”, que no suele coincidir con lo que considera él. Todo eso se encauza a través de lo que denominamos representación proporcional. Ahora los representantes no son individuos, son ideologías, esto es, partidos.
Pero nuestro ordenamiento, como muchos otros, sigue manteniendo la ficción del escaño. Eso implica una contradicción, una mezcla confusa de elementos decimonónicos y modernos. Por un lado, en un sistema proporcional, más si las listas son cerradas y bloqueadas, sólo podemos votar por un partido político. No podemos hacer distinciones, dentro de ese partido, entre individuos o personalidades. No votamos a candidatos, votamos a partidos. Es la única opción disponible. Pero, por otro, el escaño es del individuo, no del partido. Es un contrasentido absoluto: aquello que votamos – el partido – no es jurídicamente el representante. El representante es el parlamentario, esto es, individuos de carne y hueso que aparece en la lista electoral porque el partido así lo ha decidido.
Se trata de una contradicción de la que todos los partidos son muy conscientes. Por ello todos firmaron el “pacto antitransfuguismo”. En él se lee que “cuando surgiesen dudas sobre qué miembros de una lista y/o grupo político han incurrido en transfuguismo, será la formación política que los ha presentado la que deberá aclarar por escrito cuáles de ellos se han apartado de la disciplina de partido, a efectos de su calificación como tránsfugas”. Esto es: es el partido el que decide quién es tránsfuga. No puede ser de otra manera, porque lo que todo tránsfuga alega siempre –en Murcia, en Madrid y en todas partes – es que es él el que se mantiene firme y el partido el que ha traicionado.
Dos cosas sobresalen especialmente de todo lo ocurrido en Murcia. La primera es la capacidad del PP y de la derecha mediática de pisotear pactos suscritos, en los que queda blanco sobre negro quién es el tránsfuga, y de hacerlo no solo con luz y taquígrafos, sino sacando pecho. Que Teodoro García se presente cómo el héroe del día y se atreva a ponerse las correspondientes medallitas señala lo bajo que vamos cayendo en vergüenza representativa. En 2003, con el Tamayazo, Esperanza Aguirre al menos tuvo el pudor suficiente como para negar cualquier participación. La hipocresía, como se sabe, es el último tributo que el vicio rinde a la virtud… pero ya ni eso.
La segunda es la incapacidad institucional de todos los partidos para solucionar de una vez por todas las contradicciones a las que aboca la esquizofrenia representativa inscrita en nuestra legislación. Todos los partidos se unen y deciden, en un pacto entre ellos, que es el partido el que decide el sentido de las decisiones parlamentarias, y que los parlamentarios individuales no pueden desobedecer. Si todos están de acuerdo, y si son un 98% del Parlamento… ¿por qué no reforman la ley, y así no tienen que depender de un pacto sin validez jurídica? Respuesta: porque la ley que habría que reformar es la Constitución, y ya se sabe que en este país, la Norma Fundamental no se concibe como un acuerdo entre iguales perfectamente modificable, sino como un suerte de tabú inmaculado tan solo reverenciable… Así nos va.