De qué república hablo cuando hablo de la república
1. Es fin de semana y pregunto a varias amigas qué es para ellas la república. En general siempre hay un silencio –a quién se le ocurre sacar el tema en la sobremesa de un sábado de sol– , después conceptos generales: derechos, democracia, libertad. A veces, alguien pregunta de qué república estamos hablando cuando hablamos de la república. Ahí algunas personas dicen que para ellas es una cuestión de memoria, de aquello que pudimos haber sido y no somos. Para otras es algo del futuro, de lo que aún no somos pero seremos, algo que cada vez está más cerca. Pienso entonces en la república como bisagra: uno de esos momentos de la historia capaces de conectar el pasado y el futuro. Una grieta luminosa en el presente.
2. Para mí el 14 de abril es una cuestión de símbolos. También es cuestión de muchas otras cosas, claro; pero siento hoy cierta impugnación de lo simbólico en el discurso político y me da por reivindicarlo. Como buena hija de la democracia, yo desperté a la política con cosas que pasaban fuera: mirábamos hacia América Latina porque allí había habido revoluciones que inspiraron canciones y algunas frases se nos quedaban en la cabeza y de repente un día, como si se prendiera una chispa, entendíamos con exactitud qué era eso que tarareábamos sin pensar. Después una empezaba a extender la mirada hacia casa: ¿después de cuántos libros y películas sobre Pinochet y Videla preguntaste por primera vez dónde habían estado tus familiares durante la guerra y la dictadura? ¿cuándo empezaste a sospechar por qué nunca llegábamos al s. XX en clase de historia? Así son los símbolos: cosas que el cuerpo sabe mucho antes que la cabeza. Después, pero sólo después, una entiende. Los símbolos (esa frase, esa canción, ese gesto con la mano o, sí, esa bandera) fueron mi entrada irracional a la racionalidad de la política.
3. Vieja política y nueva política. No puedo concebir una nueva política que no se encargue de reivindicar aquello que la vieja política se ha afanado en soterrar y sobre lo que cimienta su poder. Soterrar no siempre es esconder; también puede ser ridiculizar, cooptar, desactivar políticamente. La vieja política es el portavoz electoral del PP que llama carcas a quienes se acuerdan hoy de “la guerra del abuelo, [de] la fosa de no sé quién”. La vieja política fue también un Carrillo que, como cuenta Gregorio Morán en su libro imprescindible, “en menos de seis meses pas[ó] de insultar a una monarquía desprestigiada a apalear a quien osara aparecer en un mitin comunista con una bandera republicana”. El desprestigio de todo lo que suene a república, hoy, es consecuencia directa de aquel pacto fundador de la democracia presente. La nueva política no puede tener miedo a hablar de modelo de Estado, no puede caer en la trampa que nos tienden quienes siguen viviendo de los réditos del pacto del olvido. Se trata de líneas de continuidad, pero entendidas de otra manera: lo verdaderamente urgente no es tanto reclamar ese lazo que nos une a aquello que aniquiló el alzamiento militar del 36, sino denunciar el lazo que une el régimen presente con la dictadura franquista. Recordar, por ejemplo, que Felipe VI está en el poder porque su padre, aún con el cadáver de Franco sin enterrar, juró “por Dios y sobre los santos evangelios cumplir y hacer cumplir las leyes fundamentales del Reino y guardar y hacer guardar lealtad a los principios fundamentales del Movimiento Nacional”.
4. Este martes es, otra vez, 14 de abril y una vez más la fecha pasará inadvertida en la mayoría de portadas y telediarios. Todos los años, en este mismo día, renuevo mi capacidad de asombro ante un establishment mediático que en este país ejercita el olvido como un músculo más. Pero ese olvido modelado hasta la saciedad, ese olvido de gimnasio, me anuncia siempre la otra cara de la moneda: ¿cómo de poderosa es la mera imagen de un gobierno proclamado hace 84 años para que los medios de comunicación hegemónicos ni siquiera lo nombren? Es esperanzador pensar que aún quedan acontecimientos tan poderosos que consiguen asustar al poder, que no los convierte en mercancía.
Hacerse adulta es, también, ir construyendo calendarios propios. Es rebelarse contra los feriados que se decretan para fundar la genealogía de quien gobierna. Definir los tiempos que realmente importan, o que van a importar desde ahora, en la vida de una. Defender el derecho –íntimo, subversivo– a celebrar nuestra propia historia. Viva la república.